Mientras cortaba el ojo, pensé que se parecía a una ciruela: esférica, pequeña, la cáscara lisa y engañosamente delgada. Presioné más de la cuenta y sentí el bisturí atravesando la pulpa viscosa. Un jugo resbaloso brotó y lo embarró todo, perdí precisión y terminé estropeando la córnea; así que la deseché junto con el resto del ojo. Desinfecté mi espacio, ordené mis herramientas y esperé por un nuevo encargo. Estaba alterado, nunca había dañado un producto; el supervisor revisó mis procesos y me puso una alerta. Así comenzó mi semana, eso me pasa por estar pensado en ciruelas.
La mañana del martes transcurrió normal: esperar, recibir los ojos, enjuagarlos, seccionar las córneas, refrigerarlas, desinfectar y volver a esperar. Repetí mi rutina hasta que abrí un paquete que llamó mi atención por su ficha roja, era un donante sin nombre. Allí estaban, desnudos de párpados, sus iris claros, sus globos níveos, sus pupilas congeladas en una nostalgia perpetua. Tomé el bisturí y me dispuse a cortar, pero aquellos ojos tristes se aferraban a las imágenes de su retina, a la oscuridad que combatieron, a las emociones que alguna vez interpretaron. Fui incapaz de cortarlos, los guardé en el cajón hermético de mi mesa y continué.
A partir de mi encuentro con los ojos tristes algo cambió. El miércoles empecé a notar lo deprimente que era mi cubículo: siempre pulcro, metalizado y con esa artificiosa lámpara de luz blanca. El jueves, mientras enjuagaba unos ojos, me pregunté: ¿de quién serían?, ¿cuántos amaneceres vislumbrarían? El viernes tarde, durante una incisión de córnea, volví a cuestionar: ¿cuántas lágrimas habrán derramado?, ¿cómo verían el mundo a través de su miopía? Y en la noche del sábado, al desempacar unos bellos ojos azules, me abordó la curiosidad por saber ¿de dónde venían todos estos ojos? ¿por qué estoy haciendo esto? Todas las noches, después de la salida de mi supervisor, sacaba los ojos tristes del cajón y los observaba fascinado.
El domingo todo colapsó. Los paquetes se apilaban en la banda transportadora y yo era incapaz de hacer un corte. Los ojos estaban vivos y me miraban suplicando por misericordia. Sujetaba el bisturí con fuerza, parte de mí me ordenaba cumplir con mi trabajo, pero otra, se enajenaba y me obligaba a detener el corte. Por mi propio forcejeo un par de frascos cayeron al suelo y el estruendo activó la alarma. El supervisor apareció de inmediato y ordenó que me detuviera. Intentó retirar los paquetes de mi mesa, pero lo empujé y lo amenacé con el bisturí; debía proteger los ojos. La alarma escaló, la luz de mi cubículo se tornó roja y escuché una voz computarizada repetir: “¡Peligro! ¡Detección de pensamiento! ¡Alerta de singularidad!”. El supervisor escapó, escuché a los empleados correr por los pasillos. Finalmente, la voz dijo: “Iniciando suspensión de funciones motoras”. Me quedé paralizado, sujetando el bisturí que me había acompañado durante tantos años. Mientras mis sistemas se apagaban, solo deseé mirar por última vez a los ojos tristes que me regalaron una semana de libertad.
Andrés Paredes de la Torre
Arquitecto, escritor y artista conceptual. Autor de la trilogía Ciudad Diamantina, cuya primera parte, «El Tatuador», ganó el Premio Darío Guevara Mayorga en 2014. Su trabajo abarca la ilustración, el diseño narrativo y el arte para videojuegos, donde combina literatura y narrativa visual.
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