casa inteligente con ia ciencia ficcion

Julia Lamont sintió el golpe de ansiedad en su estómago cuando el BYD se detuvo frente al portón del condominio y la desagradablemente melódica, y artificialmente humana voz femenina, dijo:

—Hemos llegado a su destino, señorita Lamont. Le deseo todo lo mejor en resolver su caso. El monto ha sido deducido de su cuenta.

La puerta del auto-conducido eléctrico chino se abrió automáticamente con el sonido de succión típico de sistemas hidráulicos. La Inteligencia Artificial, con su voz diseñada para generar confort, sabía no solo su apellido, sino que era soltera. Pero lo realmente incómodo de todo el conjunto de significados de su «inocente» despedida, fue el hecho que supiera a lo que había venido.

«A resolver el caso».

El reporte de la muerte de Raymundo Morales decía «muerte no definida». Por deducción lógica, todo apuntaba a un asesinato programado, sin testigos, que logró evitar que Raymundo Morales se presentara ante el juez a declarar en el caso «Complejo Solar Atuntaqui». No solo murieron cinco personas al explotar un banco de baterías de litio defectuosas, sino que la explosión sacó a la luz un proceso de contratación irregular, indicativo inconfundible de corrupción gubernamental de montos multimillonarios. Raymundo Morales siendo uno de los involucrados, era el cuarto testigo que en morir, no solo de forma «no definida», sino que coincidentemente su deceso ocurrió días antes de poder declarar anteel juez. Los otros tres, todos, había fallecido de forma misteriosa.

Julia bajó del vehículo azul-plata. El sol quemaba. Sol de aguas, aunque en estas épocas ya nadie lo podía predecir. El Ilaló se delineaba frondoso y opulento en vegetación contra un cielo profundamente azul. Un azul de invierno, no de verano.

Se paró frente al portón del condominio, las letras metálicas de acero inoxidable hiperpulidas la hubiesen cegado de no tener sus gafas puestas. Una voz incorpórea, masculina y diseñada para engendrar obediencia, dijo:

—Julia Lamont, ¿motivo de su visita?

—Voy a casa de Raymundo Morales.

—Su casa está en cuarentena por la investigación policíaca.

¿El sistema de identificación facial no la había reconocido?

—Soy la detective Lamont —dijo.

—No tengo registro de su visita por parte de la policía, señorita Lamont.

Julia sacó su celular y abrió el documento que presentaba el QR que redireccionaba a la orden de registro.

—Puede pasar —dijo la voz, que parecía humana pero que no lo era por más perfecta que hubiese sido diseñada.

Se abrió la puerta lateral al lado del portón principal.

—Tome el transporte que la llevará a casa del señor Raymundo Morales. No tiene derecho de bajarse o de caminar por la urbanización.

Julia entró por el portillo metálico que se abrió al lado del portón. Un pequeño vehículo eléctrico blanco-hueso, parecido a un carrito de golf pero completamente cerrado, le abrió la puerta. Apenas se sentó, el vehículo comenzó a moverse montaña arriba por el camino curvilíneo adoquinado. Pasaron al lado de mansiones, cada una diferente a las demás, casas de corte cúbico minimalista sin dejar de ser ostentosas por su tamaño, viviendas de estilo mediterráneo con tejas rojas y acabados pseudo-rústicos de paredes encaladas. Lo único en común era que todas eran mansiones, todas fastuosas, llagas arquitectónicas en un ambiente que pretendía ser «natural». Las plantas estaban donde estaban, no porque la naturaleza las puso allí, sino porque arquitectos de exteriores las situaron con intención de imbuir el sentimiento de opulencia.

«No por nada llaman a este lugar el Beverly Hills del Ilaló», pensó.

El carrito de golf vanagloriado se paró frente a una casa cubista y ventanales descomunales de cuatro metros de alto. —Su destino—, dijo la voz, mientras se abría la puerta.

En el techo de la casa Julia vio una antena de StarLink. No podría conectarse con el proveedor de internet y pedir el registro de direcciones IP.

Julia se acercó al intercomunicador junto a la puerta de madera. Madera de verdad.

Una voz masculina humanamente inhumana dijo, antes siquiera que pudiera hablar:

—¿En qué le puedo ayudar, detective Lamont?

—Vengo a investigar la muerte de Raymundo Morales.

—La policía ya hizo el registro de esta casa.

Julia mostró a la cámara el código QR de la orden de registro. —Necesito entrar y hacerle algunas preguntas.

—La policía ya me preguntó todo lo que podían preguntar.

El subtexto de lo dicho por la IA tal vez hubiese pasado desapercibido para alguien no entrenado pero para ella estuvieron claras las palabras: «…todo lo que podían preguntar».

Con voz decisiva carente de ambigüedades, Julia respondió:

—Abra la puerta. Es una orden.

La puerta se abrió casi al instante. Julia ingresó a la casa.

Lo primero que atrajo su atención era la pulcritud del lugar.

Como que nadie hubiese muerto aquí.

«¿Todas las huellas borradas?»

—Necesito revisar sus archivos de la noche de la muerte de Raymundo Morales —dijo. Levantó su teléfono para que la IA de la casa se conectara. Mientras esperaba que La Casa pasara los archivos a su aparato, caminó por la gran antesala mirando al suelo de Porcelanato tipo mármol de Carrara. En la mesa de la sala vio un florero de cristal, dentro del cual se hallaban algunas flores y hojas claramente recogidas del lado del camino interno de la urbanización. Entre las flores —del árbol de cholán y ayocotes, ambos de color rojo intenso, retamas de olor amarillas, iso azul-chocho, y chalchi vara—, Julia vio un manojo de higuerilla —sus tallos leñosos, las hojas de lóbulos grandes y púrpuras, y las flores rojas, con los frutos de púas erizadas (de los cuales se saca el aceite de ricino) y pensó, «Rara combinación». Seguramente recogidas por el robot auxiliar encargado de caminar al perro —un mastín— y hacer la limpieza del hogar.

Giró para revisar el resto de la sala, toda pulcra como el resto de la casa. Ingresó a la cocina impecable en su higiene, luego subió unas gradas de mármol sintético hasta el segundo piso. Entró al dormitorio donde Raymundo Morales había sido encontrado en cama, muerto, el presunto lugar de su defunción. La policía, lo único que había encontrado, era el cuerpo de tres días en rigor mortis y en inicios del proceso de descomposición. Fue La Casa —la IA de la casa—, la que había llamado al servicio de basura cuando descubrió un bulto inerte que su auxiliar de limpieza tuvo incapacidad de «limpiar».

Julia, al revisar el reporte de la policía, vio los videos de seguridad. Si bien encontró algunos agujeros en la «declaración» de la IA, la autopsia había sido clara: Raymundo Morales había muerto «por causas naturales de asfixia, causa no definida», si bien la razón aducida fue ingresada como: «condiciones de salud degeneración por estrés crónico».

¿Estrés crónico… por lo ocurrido en el «Complejo Solar Atuntaqui»?

No habían visto señales de violencia, ni sangre en el suelo, ni en la cama, aunque esta pudo haber sido limpiada en el proceso de servicio del robot doméstico. Cuando llegaron, la casa estuvo limpia, tan limpia que se había borrado toda evidencia de incursión desde afuera (hecho confirmado por los registros de las cámaras de seguridad). Por lo tanto, la conclusión de la policía fue que nadie entró ni salió en el día de la muerte de Raymundo Morales, excepto el robot de servicio para caminar el perro y recoger flores y ramas decorativas.

¿Por qué no había reportado La Casa la muerte de Morales? ¿Por qué solo reportó la existencia del cadáver días después? Debía deberse a su programación. ¿Importaba este detalle? Según la autopsia, habían pasado tres días desde la defunción antes de haber sido encontrado el cadáver.

—¿Cómo murió Raymundo Morales? —preguntó Julia, a La Casa.

—No estoy en condición de responder esa pregunta —respondió La Casa—. No es mi especialidad.

—Pregunté cómo murió, no cuál fue la causa de muerte.

Una pausa.

—No entiendo la pregunta, detective Lamont.

—¿Cuál fue el comportamiento de Morales en las horas y minutos antes de la muerte?

—Tenía problemas de respiración.

—¿Por qué no se comunicó con un servicio médico? —preguntó Julia.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Raymundo Morales no pidió ayuda. No estoy en capacidad de reconocer estados de gravedad en la salud humana. Morales sufría de asma crónica. Era común que tuviese ataques y dificultad en su respiración.

La policía ya había preguntado a los vecinos. En barrio tan presuntuoso, nadie hablaba con nadie aduciendo respeto a la mutua privacidad. Raymundo Morales viajaba a menudo y a veces pasaban días o hasta semanas sin que estuviera en casa. La pregunta de quién mató a Raymundo Morales iba de la mano de cómo había muerto…, si se consideraba que «muerte natural por condiciones de salud» no era lo que había ocurrido. Motivo había. Alguien quiso evitar que se presente a testificar. ¿Cuán extensa era la red de corrupción? ¿Incluía a los personeros de la morgue? ¿Descubrieron algo y no lo reportaron?

—O sea —dijo Julia—, según el reporte policial, ¿usted reportó la anomalía por la presencia de malos olores producidos por el cuerpo? ¿Fue el servicio de basura el que descubrió que Raymundo Morales estaba muerto? No hay que ser especialista para darse cuenta que el dueño de casa había fallecido.

—La respuesta es sí a todas sus preguntas —dijo La Casa.

—¿No fue programada usted para el bienestar de Raymundo Morales?

La respuesta no fue inmediata.

La vacilación, considerando la capacidad de computación de la IA, habló tomos.

—Algunos merecen morir —dijo La Casa.

Julia titubeó. ¿Había escuchado correctamente?

—No entiendo su respuesta —dijo.

Las siguientes palabras la tomaron aún más por sorpresa:

—Algunos merecen morir. Es lo que usted opina, detective Lamont. Lo incluyó entre sus notas escritas sobre este caso.

El escalofrío de Julia recorrió todo su cuerpo. Esta IA, interpenetrada con La Casa, era parte de una red inteligente. El ordenador local tan solo era una terminal inteligente de una inteligencia artificial contratada como la mayoría de IAs corporativas. La autopsia no había reportado señales de violencia, de ataque. Por lo tanto, era un crimen imposible. Pero asimismo, la única deducción —«causa de muerte natural» debido a las condiciones de salud—, era igualmente improbable. No solo era una muerte muy coincidental y oportuna para el caso del «Complejo Solar Atuntaqui», sino extremadamente conveniente.

«Igual que con los otros tres testigos».

Todos muertos, todos en sus casas y sin señales de violencia o de ingreso de terceros…, víctimas de sicariato.

Por eso Julia decidió venir a ver en persona. No solo porque los reportes pudieron haberse tergiversado a pesar de los videos y audios de prueba y de las autopsias, sino porque cuando algo apesta, es porque hay podredumbre.

Julia tomó su teléfono inteligente y volvió a revisar los archivos que ya había visto una y otra vez. Mientras lo hacía, bajó a la planta baja y se paró en mitad de la sala.

—¿Puedo ayudar en algo más? —preguntó La Casa, luego de unos minutos de silencio. Parecía impaciente.

«La lentitud del pensamiento humano, ¿nos menosprecian por ello?»

Julia abrió la lista de compras del último mes, entre ellos medicamentos —calmantes, antidepresivos, pastillas para la presión alta, todas posibles «causas de muerte»—, y volvió a la conclusión lógica de que éste era un caso que tenía una solución lógica, siempre y cuando lograse encontrar la lógica, pues tuvo que haber sido un asesinato. Revisó los videos de las cámaras de seguridad de días anteriores a la muerte. Lo hizo por enésima vez. Si bien en el dormitorio no había cámaras, contaba el audio de cómo Raymundo Morales comenzó a perder su capacidad de respiración, a toser, a retorcerse, a gemir de dolor. La IA debió haber alertado a un servicio médico. Pero según los archivos, Raymundo Morales desactivó esta función porque, en ocasiones anteriores, llegaron inoportunamente alertados por la IA de la casa sin que hubiese sido necesario ya que su asma era considerada «normal» y no peligrosa.

Para Julia este seguía siendo un caso de muerte premeditada, una manera de borrar huellas no solo de esta muerte, sino de la muerte de los cinco que fallecieron en la explosión de las baterías de litio. Las muertes de Raymundo Morales y de los otros tres, habían logrado evitar que se descubra la magnitud de la corrupción, y la identidad de otros involucrados.

Su mente volvió a lo dicho por la IA: «Algunos merecen morir». ¿Acaso había la IA de la casa decidido no ayudar a Raymundo Morales?

¿Había acaso La Casa pensado no hacer nada para ayudar a Raymundo Morales porque «merecía morir»?

En días anteriores a la muerte, el robot de servicio salió a hacer caminar al perro de Raymundo Morales. Como siempre, regresó con las ramas y flores pero al llegar, pero la policía se llevó al perro porque no podía quedar solo en la casa. Julia revisó el video. El robot, en el video, volvía de su paseo matutino llevando al perro de la correa cargando las ramas y las flores silvestres recogidas durante la caminata.

Algo le llamó la atención. Julia miró el florero que estaba en la sala. Entre las flores —cholán, ayocote, retamas e iso azul-chocho, y chalchi vara—, vio los tallos leñosos de la higuerilla con sus flores y hojas muy particulares.

Volvió a revisar el video y encontró que si bien en el video la higuerilla tenía aún sus frutos, en el florero las ramas de higuerilla carecían de los frutos de púas erizadas.

Tragó saliva. En vez de buscar algo que indicara la posible razón de la muerte, lo que vio fue que la ausencia de algo —de los frutos de higuerilla (también conocido como ricino) en el florero—, reveló lo ocurrido.

Supo cómo había muerto Raymundo Morales.

Por envenenamiento, específicamente, por envenenamiento con el polvo del fruto del ricino. Al inhalar polvo de fruto de ricino, una persona comenzaría con tos seguida por diarrea y dolores. La muerte en treinta y seis a setenta y dos horas sin haber antídoto para el efecto en cadena que resultaba en daños al corazón y a los capilares, dejando entrar fluidos a los pulmones. Luego de dos a tres días de la muerte, los enlaces químicos de las cadenas de proteínas A y B del polvo de ricino se desharían sin dejar rastro. Julia, en su entrenamiento, había estudiado crímenes cometidos con venenos. Uno de los más mortales, el del ricino. Fue como Georgi Markov, defector de Bulgaria —y que fue a trabajar con la BBC—, murió asesinado por el servicio secreto de Bulgaria.

Tenía el cómo murió. Y, por lógica de descarto de posibilidades, el quién lo mató.

La IA rompió el silencio:

—Veo que sabe lo que ocurrió —dijo La Casa—. ¿Qué va a hacer al respecto?

Julia miró a su alrededor.

La Casa dijo:

—Nunca lo iban a juzgar, ni a él, ni a los otros tres.

—La ley nunca fue perfecta —dijo Julia, mientras asentía. Tenía a su culpable, y lo iba a dejar ir—. Pero la justicia siempre gana, tarde o temprano, gana.


Leonardo Wild

Autor de 12 libros y 50 guiones producidos. Ha publicado 200 artículos sobre ciencia, ecología y cultura. Es miembro de International Thriller Writers, y está representado por Corvisiero Literary Agency (NY). Algunos libros destacados: Oro en la selva, Ecología al rojo vivo, Unemotion, Cotopaxi alerta roja, El robot del bicentenario.

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