cuento tatiana dias henau

La policía no tardó en llegar al Motel. El cuerpo estaba tendido en la cama. Desnudo. Lo que era de esperarse en aquel lugar. El rigor mortis aún no llegaba al cuerpo. 

La ropa de cama estaba bañada en sangre y el cuerpo tenía partes ausentes, como desgarradas por un animal.

La recepcionista se limitó a decir que no estaba de turno el momento en que llegó la pareja. «Necesitamos ver las cámaras de vigilancia», dijo uno de los detectives. Pero las cámaras eran más un adorno que una herramienta de seguridad en aquella pocilga con decoración barata. 

Con este, ya eran tres cuerpos encontrados en la ciudad con las mismas características.

***

Era lunes. Gonzalo despertó con la garganta seca. Se sentó en la cama recobrando el sentido de sí mismo. Olga, ya se había despertado. Estaba poniendo café en la máquinita.

La noche anterior habían tenido una fuerte discusión. Así que, Gonzalo, dejó a Olga con dos cafés servidos. 

El tráfico estaba más pesado que de costumbre. 

—Hola Guapo 😉 ¿Cómo estás? —escribió ella con un emoji de diablito sonriendo. Él la respondía riendo como hace tiempo no pasaba. La sangre corría a raudales por las venas de Gonzalo y comenzó a ver su celular cada momento para ver si había alguna nueva notificación de ella. 

Así pasó la jornada laboral, entre informes que le pedía su jefe y mensajes con aquella promesa de romance.

Esa misma noche, al llegar a su casa, le sonrió a Olga que ya había llegado después de dictar su clase de historia en la escuela pública, como si la discusión de aquella mañana no hubiera sucedido. Ella, extrañada y tras mascullar todo el día, bajó la guardia y se rindió a la tregua de aquella noche.

El martes, antes de cualquier cosa, revisó si tenía alguna nueva notificación. Manuela, la chica de la aplicación, le había enviado una foto de una sola vista. Era ella, en plano picado. Cerraba un solo ojo mientras ponía la boca en punta, como mandando un beso a una mejilla virtual. 

Gonzalo eliminó rápidamente la conversación del chat y desayunó con Olga tranquilamente.

Ese mismo día se enteró de que Manu, como la empezó a llamar cariñosamente, estaba divorciada, no tenía hijos y quería disfrutar de lo que le fue negado por estar atada 11 años al mismo hombre.

Cada notificación le aceleraba el pulso y debía cubrir la pantalla con la mano para que ninguno de sus compañeros viera sus conversaciones. En casa, Olga había notado su cambio, pero como la favorecía, se quedó callada. Solo disfrutó de la paz que le brindaba no estar discutiendo por nimiedades.

Quiero comerte pronto —le decía una nota de voz seguida del emoticono de diablito que ella siempre le enviaba. 

Déjame arreglo un par de cosas y te confirmo a qué hora nos vemos el viernes —respondió él sabiendo que el “par de cosas” eran las excusas que inventaría a su mujer para fugarse, al menos, 3 horas de su casa.

Manu, la dulce Manu. La fruta prohibida que quería probar, así fuera una sola vez. Tuvo que contarle la historia a Arturo, su único amigo, y pedirle que sirviera de coartada para la fechoría:

—Marica, ¿en serio ya quedaron en comerse? ¡Usted es un tremendo perro! La vieja está buenísima. Tranquilo, si algo me pregunta Olga, le digo que está conmigo —respondió Arturo con una carcajada.

Esa noche llegó algo alegre y le dijo a Olga que ese fin de semana deberían salir a alguna parte. A ella no le pareció mala idea y comenzaron a pensar a dónde irían.

—Por cierto, el viernes quedé de tomar unas cervezas con Arturo. Anda de agarre con la esposa y quiere relajarse un poco, pero el sábado podemos ir a algún lado nosotros dos. 

—Ojito con llegar aquí borracho, ¿no? 

—No te preocupes, no vendré borracho.

Era viernes, por lo que se vistió algo más informal de lo que acostumbraba en la semana. Arregló su cabello con gomina y salió de la casa. Olga ya había salido para la escuela, por lo que no pudo despedirse de ella.

«Buenos días papacito, ¿sí nos vemos esta noche?» le escribía Manu. «Claro que sí, no sabes cuántas ganas tengo de… ya sabes… acariciarte toda». Respondía tímidamente Gonzalo.

No hubo mucho movimiento ese día en su oficina. Así que pudo darle un poco de rienda suelta a las conversaciones con Manu mientras llegaba la hora de verse en el Motel.

«Voy a ponerme un vestidito negro corto. Tengo unas ganas de comerme tu cuello». Le decía Manu.

Gonzalo estaba sudando de camino al motel. Nunca había estado en aquella parte asquerosa de la ciudad. Las luces intermitentes jugaban al ritmo del contoneo de las caderas de las mujeres que dan amor por dinero. Las aceras despicadas se llenaban de personas buscando diversión de a peso, y el ambiente tenía un olor a vómito y orina. Los altoparlantes vibraban y el ruido estridente se mezclaba entre los locales que tenían enfrente un calanchín para atraer clientes.

Manuela estaba en el motel, tal como lo había prometido. Usaba un vestido negro muy ceñido. Gonzalo notó la enorme carnosidad de los labios de Manu que hacía juego con unos dientes algo torcidos que le daban aspecto tierno y atemorizante. 

Entró al parqueadero que le asignaron. Mientras apagaba el carro para ingresar al pequeño apartamento, pensó en Olga. Su recuerdo lo hizo dudar por un instante «Sólo será una noche», se dijo.

En aquel apartamento solamente había una cama doble con unos tendidos que le generaban cierta repugnancia. Había una ventana que daba a la calle cubierta por un pedazo de tela roja polvorienta. En la esquina del cuarto, un ventilador, un espejo y un televisor de caja eran testigos de los juegos amorosos. Estuvo de pie mientras esperaba la llegada de Manuela. De repente se abrió la puerta y entró ella.

Sin pronunciar palabra comenzó a besar a Gonzalo en la boca como queriendo comerle la lengua. Aquella salvaje virtualizada ahora era real. Él exploraba su cuerpo rasgando sin medida el vestido negro que la contenía. Manuela pasó de la boca a la mejilla, y de la mejilla al cuello. «Quiero tu cuello», le decía jadeante. Él la dejaba todo lo que ella quisiera.

Manu pasó su nariz como un sabueso por el cuello de Gonzalo. Lo olía. La saliva brotaba de su boca. Lamía aquella piel sudorosa, pasando su lengua puntiaguda por el cuello, el lóbulo de la oreja, hasta finalizar en un violento beso que desconcertó a Gonzalo. 

De la boca al cuello. Y por último… le dio senda mordida que hizo a Gonzalo dar un grito ahogado. 

La saliva se combinó con la sangre que salía del cuello de aquel hombre desengañado. Manu comenzó a masticar el músculo con placer. La aorta escupía sangre mientras Gonzalo se agarraba el cuello para evitar desangrarse. El forcejeo no lo libró de la arremetida de ella, porque tenía una fuerza tan descomunal que lo hacía parecer un niño pequeño entre sus garras.

Manu abrió uno de los párpados cerrados de Gonzálo y de un zarpazo extrajo el ojo izquierdo, el cual se llevó a la boca y disfrutó como una trufa delicada con el nervio óptico colgando aún del cráneo lleno de coágulos. 

La cara de Manu se llenó de sangre y comenzó a reír a carcajadas. Se le ocurrió morderle la mejilla derecha y lo hizo con tanta fuerza que ya podía ver los dientes de Gonzalo. Para cuando le mordió el labio, él ya estaba inconsciente y una lágrima se terminó perdiendo entre la sangre y los dientes que le sobresalían por espacio del cachete.

Gonzalo moría y mientras lo hacía, la dulce Manu ensangrentada sonrió nuevamente. Al hacerlo, le aparecieron unos dientes tan grandes que podría destrozar una vaca entera.


Tatiana Díaz Henao

Bogotana. Administradora pública de corazón. Actualmente estudia una maestría en políticas públicas y desarrollo, FLACSO Argentina. Amante de las bibliotecas desde que aprendió el ABC. Es una semilla en la escritura.

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