Un Boleto de Regreso – Fabián Flórez

Con esta ya muchas las veces que ha hecho la fila para engañar al sistema social. Espera en la interminable fila para cobrar el Auxilio Social Es la primera vez que lo hace sin él.  Ahora la acompaña, un viejo que ocupa su lugar y un niño que no es su hijo. Es fácil engañar a los funcionarios. El invierno se ha cebado con los habitantes de la calle. Y pedirles que se quiten los trapos para reconocerlos es un acto que requiere de estómago. El niño no para de batallar con el viejo. Ella se lo arrebata bruscamente. Luego se inclina y trata de calmarlo.

 Quédate quieto. Y allá adentro dime mamá.

Y usted no olvide, vinimos acá hace siete años. Por si preguntan.

Sin él, y sin el niño comprobar lo que dicen los registros en esta oficina es cada vez más difícil. Poder pagar el viejo y el niño al argelino le va a llevar semanas de jornadas extendidas.  Aún le queda el perro pastor alemán, cómplice de toda esta historia de sobrevivir en Paris.

Con el pequeño agarrado de la mano revive la promesa que los trajo.  Son casi siete años desde que llegaron a esta ciudad de las luces. Y sigue allí entre dos distritos cuyos bordes invisibles definen leyes también imaginarias, y brutales.  Dicen que el pasado es claro, no lo es. El pasado siempre tiene opciones.  Entre el optimismo y la malicia indígena quedaron debiendo ene-mil favores a conocidos y desconocidos en su país. Y en este país esta amarrada a deudas que se multiplican cada día.

Llega su turno. Se acerca a la ventanilla. Extiende un sobre con documentos. Obtiene una prima extra para comprar un abrigo al niño ─una campaña de la ciudad para la niñez desamparada─. 

En el sitio para bicicletas del estacionamiento ella le dice al viejo que vaya donde el argelino por el pago. El viejo la insulta y se lleva el niño a rastras. Ella desata al pastor alemán y echa a caminar con sus recuerdos y el perro.

Ella empezó a ser consciente de las cosas antes de quedarse sola, de hecho, por eso está sola con el perro. Nada de lo que intentaron permitió salirse de ese distrito hecho de fronteras. Ahora es consciente que el lugar donde llegas define la suerte que te espera. Ella dejaba muchas cosas para que él las solucionara. Una de esas fue el permiso para ocupar un piso en un edificio a medio demoler.  El piso no compara con el hueco más oscuro, del barrio más marginal en su país.  Ahora sabe que su pasaporte está con el jefe del área como prenda para el pago del alquiler.  El de él también, pero ese ya no importa. 

Ella entra al bistró cercano al piso y pide una sopa de cebolla. Una rutina que hacían juntos cuando lograban el Auxilio. Ocupa el rincón acostumbrado, desde donde puede ver al perro amarrado afuera.

─¿Quiere sobras para su perro?

─De nada serviría ponerle comida.  Casi no come desde que nos quedamos solos.  Pero… sí se las recibo.

─¿Entonces, es verdad que se separaron?

Las preguntas y la espesa sopa le producen sonidos del estómago.  El camarero no insiste y se dedica a otro cliente.  Ella apura la sopa.  Barre las gotas de sudor que amenazan con caer, y los trapos dejan un camino de mugre en su cara. A ella le resulta extraño la mezcla de rutinas, las que eran de los dos y las que trata de construir sin él.  Con las primeras, y una fortaleza desconocida quiere sobrevivir y conseguir el dinero para su boleto de regreso. Con las otras quiere ser ella.

 El carterismo y el pillaje, parte de las rutinas compartidas, las aprendieron del rumano ─a quien pagaron con los escasos ahorros para el boleto─. A pesar de la desesperanza evitaban ejercer el menudeo de las drogas que circulan o la prostitución. Aprendió muchos trucos que ahora, sin él, le son muy útiles.  Trucos básicos de cómo robar a turistas: el mapa sobre el objeto a robar; el turista perdido que pregunta; la caca de pájaro en el abrigo; las monedas en el piso y otros. Con el perro era más fácil distraer a la gente. Con más acierto lograron usar el sistema social para conseguir el Auxilio. Ella lo aprendió con una familia argelina donde trabajó por horas.  Al principio como servicio doméstico, y luego vigilando a los niños que alquilaban para presentar en la oficina de Servicio Social. Lo único que tienen que traer son los pasaportes.  Les dijo el argelino encargado del negocio de alquilar la gente. El argelino consiguió toda la documentación: prueba de residencia y domicilio; afiliaciones al sistema de salud; certificado de desempleo y de población vulnerable; acta de matrimonio y el registro civil del niño. Él logró que le permitieran hacerse de una copia notariada de cada pasaporte.  Ella trabajó dos semanas sin paga para alquilar un niño. Todo salió bien. Eso fue una gran ayuda para los dos, a pesar de que también fue otro motivo de enfado. 

Con el frío sabor metálico en la lengua se da cuenta de que no hay más sopa en el plato.  Ella mira afuera.  El pastor alemán sigue sentado con los ojos clavados en ella.  El mesero regresa. Ella batalla para meter la mano envuelta en trapos en el bolsillo. Finalmente saca unas monedas sucias que arroja con dificultad al mostrador. Mira al mesero y deja la mano estirada. Él corre hacia la parte de atrás y regresa con una funda plástica.   Sin dar las gracias, ella agarra la funda plástica de las sobras y abandona el calor del café.

─Vuelva cuando quiera por las sobras. El perro está muy flaco.

 En la calle mira al pastor alemán de reojo. Nota que el vaho blanco también le sale del hocico. Es cierto lo que dijo al mesero, el pastor no volvió a comer desde la noche que se quedaron solos. Tampoco las noches del animal son las mismas. Ahora, ella prefiere hacer recorridos más largos. Así intenta recoger más dinero y que el perro caiga profundo al regresar al piso. El canino mantiene el paso sin dejar de olfatear el piso y resistiéndose a seguir mientras marca el poste de la esquina donde otro perro ha meado antes.  Ella lo mira con recelo. Levanta la funda plástica y dice.

─Será una noche tranquila. Promételo. Llevo lo que te gusta.

El animal alza la pata otra vez y deja su marca.  Ella solo saca al pastor en los días buenos del perro, cuando está segura de que ha tenido una buena noche.  De lo contrario sale sola para disipar el miedo que le causa en las noches malas. Ella sacude la cabeza.  Los trapos se bambolean. Quiere alejarse de aquel animal. Es otra atadura a lo que paso esa noche y a esta vida que quiere dejar.  En el piso se quita la zapatilla que lleva en uno de los pies, el otro está envuelto en trapos.  No hay bombillas que encender, tampoco electricidad si las hubiera. Entra caminando en puntas, como para no despertar a alguien. Ve al perro acomodarse en el puesto que aún queda del sofá, el resto es un hueco irregular. Los ojos del animal miran fijamente la funda plástica que cuelga de su mano.  Ella se acerca despacio y deja la funda abierta al pie del sofá.  Luego cruza el marco sin puerta y se acomoda en un sucio colchón para cama doble. Da la espalda al pastor.  El sopor de la sopa de cebolla vence su resistencia al sueño.

 Un ruido llega de la habitación del sofá. Es el mismo ruido que se repite desde que ella y el perro se quedaron solos. No quiere cruzar el marco. No quiere ver lo que sigue. Sabe que además de las luces de colores que vienen de los letreros de bares, burdeles y prostíbulos, de los silbidos de los pitos de autos y motos, sabe que además estará él.  Como si la misma sopa de cebolla alentara sus pasos, cruza y mira al perro. Del hueco del sofá el animal saca con su hocico el cuerpo de un hombre. Primero salen las piernas, luego con poco esfuerzo expone el resto del tronco que deja caer al piso. Ve que las sobras en la bolsa plástica siguen intactas. El animal arroja al piso a aquel hombre, la cara queda mirándola.  La imagen tampoco tiene variación desde que se quedaron solos. Quiere salir corriendo. El pastor alemán le enseña los colmillos con tranquilidad pasmosa.  Con la misma lentitud de una película de acción, que muestra la trayectoria de la bala entrando al pecho del protagonista, el perro blande las fauces una y otra vez hasta devorar las vísceras del hombre. Ella, también el perro, sabe que es él. Entiende que está vivo, la cara expresa arrepentimiento o quizá dolor. 

Una vez en la calle recorre el parque, quiere llenarse de otras imágenes que borren las que ya se repiten casi todas las noches.  Hoy no trajo al perro. La noche fue horrible, para ambos. En días así la gente le tiene miedo, al perro.  Ahora sobrelleva mejor las noches.  Escucha gritar su apodo desde el otro lado. Se escabulle. Lleva varias semanas sin pagar por el piso. Y no quiere dejar de guardar para lo del boleto de regreso. Las cavilaciones le vuelven de forma inquisitiva. Cuando estábamos los tres las cosas tampoco fueron tranquilas.  Lo del niño fue como lo del perro. No era para quedárselo. Llevaban pagando al argelino varios años por uno, para que el Auxilio fuera mejor en dinero y beneficios.  Cuando fueron conscientes del embarazo ella dudo mucho, pero el vio la forma de no depender del argelino ─una deuda menos─. Recuerda esa discusión con él que la hizo aceptar.

─No traes nada. El argelino nos cobra mucho. Los del distrito no dan más plazo.

─¡NO HAY TURISTAS! El país está cerrado por el virus ese. Yo quiero regresar.

─Allá está peor. Además, no completamos ni lo de un boleto.

─Mi tiquete será el primero. ¡Júralo!

─Si, sí. Pero esperemos lo del niño

─No quiero hablar de eso. No lo tengo tan claro.

─Quieres que nos vayamos de este sector. ¿Es eso?

 En sus recuerdos, el niño les llegó por el mismo tiempo que el pastor alemán. El perro estaba abandonado en la estación Norte. Recuerda que no le dieron un nombre porque esperaban irse pronto y tendrían que dejarlo. Duda cuantas veces fueron a la plaza hasta lograr obtener el permiso para quedárselo. Con la aprobación se adicionó un extra al costo de la renta del piso.  Por esos mismos días debían presentarse en la oficina de la seguridad social para dar fe de la veracidad de la solicitud.  El argelino ya había tramitado el caso con sus contactos de la oficina y tenía niños de sobra para esa fecha.  Pagaron al argelino con lo poco que habían juntado para el boleto.

 ─Otra vez en cero lo del boleto de regreso. Nunca nos iremos.

─Míralo como una inversión. En adelante lo del Auxilio es solo para tu boleto de regreso.

 ─¿Y, sí desistimos de lo del niño?

Ahora ella es consciente que para él un niño solo traía cosas buenas; aumentaría las ganancias en la calle ─más que el perro─ y facilitaría lo del Auxilio cuando tuviera edad suficiente.  ¿Y, si no regreso al piso? Si ocupo otro para mí. Sería más pequeño, con electricidad.  Con luz no habrá imágenes en las noches.  No era la primera vez que lo consideraba, pero está lo del pasaporte y el permiso de salida del distrito. También es cierto que el Auxilio a veces no llega, por la bendita crisis de dinero que trajo el virus. El perro ayuda mucho ahora.  Fue él quien descubrió que el perro ayuda a incrementar las ganancias con los enamorados y turistas. 

De regreso al piso, ella abre la puerta con mucho cuidado. El pastor está echado a sus anchas en su sitio del sofá. Ella pasa a la habitación del colchón. Guarda las monedas en el mismo hueco del muro que lo hacía él y se tira en el colchón.  Está convencida de que en esa ciudad la luz del sol no calienta, pero basta para evitar que las sombras salgan de los rincones de ese cuartucho. Los vidrios rotos de la ventana vibran con el paso de un metro subterráneo. Ella rellena los vacíos con más recuerdos.

─La gente se ablanda con los niños. Haremos mucho más con él.  Dejaremos de pagar por alquilar uno. Ya no mentiremos en la oficina. Todo es positivo. ¿No lo ves?

─Serán otros siete meses sin ahorrar nada para el boleto. ¿Y si hay complicaciones? ¿Y los gastos adicionales?

 ─Todo va a estar bien.

Esa última promesa los mantuvo juntos un tiempo más. Luego se quedaron solos, ella y el perro. Primero se fue el niño y luego él.  Él fue el único que no previó que un niño es un gran gasto. Él prometió reunir para su boleto de regreso. Entre tren y tren que mantiene los vidrios en una música arrulladora la cara de ella se frunce. Lo ve arrebatarle al niño y gritarle que así no pueden seguir. Que el sí va a tomar medidas para ser exitoso allí y que después esta lo de el boleto de ella. Esa palabra “después” fue la que activó su conciencia. Esa que ahora le da determinación y fuerza a cuentagotas.  Después supo por el argelino que el niño lo tenia el rumano que les enseno a robar.

Con el pastor alemán tampoco van bien las cosas desde que se quedaron solos.  La música de los cristales rotos ya no la adormece. Las penumbras empiezan a moverse en los rincones.  Regresa a la habitación del sofá. Se arrodilla frente al pastor alemán. Le acaricia la cabeza entre los ojos, luego le hace círculos dentro de las orejas para que no se despierte. El sueño lo domina. Piensa que las noches del perro tampoco son fáciles.  Ella desenrolla una funda negra de basura, comienza a llenarla con restos de un cuerpo humano que extrae del hueco del sofá. Los pedazos están recubiertos por cal y café molido.  Ella advierte que el perro levanta la cabeza, la mira, y desinteresado la vuelve a dejar caer en el sofá. Ella llena la funda a la mitad, la anuda y la arrastra cerca a la puerta. Las penumbras ya son sombras que escapan por la ventana sin rasgarse en los pedazos de vidrio. Ella cruza el umbral que los separa a ambos, se derrumba en el colchón escuchando la respiración pesada del perro. Sabe que más tarde regresará a la habitación del lado para ver de nuevo cómo el perro consume, una y otra vez, las vísceras de lo que fue su pareja.

El pastor alemán blande sus fauces.  Él implora con gestos de su cara que ella haga algo. Ella mira desde el marco.  Esta vez quiere prolongar esa fortaleza y determinación, demostrarse a sí misma que estuvo bien lo que obligó a hacer al perro, que lo ahorrado sí alcanza para su boleto de regreso. Los colmillos del animal trituran el cráneo pelado. El perro no deja rastro del cuerpo. De repente los vidrios vacíos dejan pasar la luz débil, el humo ácido y los gritos de la realidad de afuera.  Las sombras se echan en sus rincones.  Ella cruza por el marco, la frontera invisible de ese piso desde que está sola con el perro. Toma el lazo grasiento, lo pone al cuello del pastor que se baja del sofá y se estira desperezándose.  El animal se resiste a salir.  Ella arrastra al perro con una mano y con la otra lleva la funda plástica que llenó el día anterior. En la calle el perro se transforma como en sus días buenos.  El perro bate la cola y empieza a mear en cada poste que encuentra en el camino. Ella olvida al animal cómplice, al que alimentó con parte del cuerpo de él mezcladas con sobras y que en las noches malas regresa para recordarle lo que hizo.

 El pastor camina al lado de ella, ni más adelante ni más atrás. Ella tira la bolsa plástica a un contenedor de basura. Una babaza en descomposición queda en el trapo que cubre la mano. Tira el trapo también y ofrece la mano al perro que la lame hasta borrar cualquier huella. Con esa misma mano tantea las monedas en el único bolsillo sin rotos, y decide aventurarse en el bistró. Quiere hacer como el perro, transformarse y llenarse de imágenes gratas.  Mientras amarra al perro ve al mismo mesero. Ya adentro lo siente más amable, es egipcio y cree que nunca descansa, siempre está cuando ella viene. 

─¿Sopa de cebolla?

─¿Tiene sobras? ─le dice mirando al pastor, y continúa─.  Parece que va a empezar a comer otra vez.

─Venga más tarde, en la noche. Ahora no me deja el dueño. ¿Le sirvo la sopa?

Él mira al perro y luego la cara de ella, los dos tienen la misma mirada. Antes que ella termine de esculcar en el bolsillo le pone un plato de sopa de menudencias.  La observa devorar la sopa hasta la mitad y luego, sin más, ve cómo lleva el plato afuera y lo coloca frente al pastor que también devora su parte. A través del ventanal la ve acomodarse el trapo de la cabeza y gesticular exageradamente antes de empezar a soltar el perro.

─Muchas gracias. Volveré más tarde por lo otro.

─Venga de noche ─el mesero gesticula sin saber si ella entendió.

El calor de la sopa le recuerda que ese mes debe presentar constancia de su situación para renovar lo del Auxilio. Piensa en la familia argelina que los ayudó antes.  Se pregunta si esta vez la podrá ayudar a ella con una pareja, alguien que lo suplante a él, y con un niño mayor. La sombra del pastor se alarga a medida que pasan las horas.  Mientras deambulan, se convence de que no debe ser difícil engañar a los de la oficina.  Llega donde el argelino.

─ Este mes tengo que renovar. Y no tengo pareja.

─Complicado, pero no imposible. El caso de ustedes es como matrimonio. Así que necesita pareja. ¿Y su compañero?

─Tampoco tengo niño.

─¿Y el de ustedes? Ah, ese fue el que se quedaron los rumanos.

El argelino habla mientras adiciona en la sumadora cada cosa que ella no tiene. Le oye decir que les había advertido que los rumanos son jodidos. Y que mejor que le vendimos el niño a ellos, igual lo hubieran robado.  Ella no daba crédito, pero tampoco se altera. Lo del niño fue como lo del perro. No era para quedárselo. El argelino levanta la voz.

  ─No hay problema, niños hay de sobra ¿De cuantos años? Déjeme ver el folio y el día que sea se lo mando con un “papá”.

─Tampoco tengo dinero… Quédese el perro. Es muy bueno. Con él los turistas y locales sueltan más dinero.  En unos seis meses recupera lo de la deuda.

El argelino no le acepta el perro. Otra vez tendrá que usar parte de lo ahorrado para el boleto.  Tampoco sola va a poder regresar.

 Pasa a recoger sobras al café del egipcio, como casi siempre que sale sola. No se queda. Quiere regresar al piso antes que las sombras aparezcan.  Esta vez presiente que todo va a cambiar para bien.  Acepta que está encadenada al pastor alemán. El perro ahora tiene mejores noches. Y ella ha crecido sus propias rutinas, se abstiene de sopas de cebolla, de levantarse en la penumbra a observar al perro dormir, de recrear lo que paso con él en el piso.  Quiere juntar rápido lo del billete a su país. Allá el sol es fuerte, su luz mata las sombras de cualquier rincón, calienta y da color a todo.  Cree que el cambio vino cuando tiró la última funda con restos en un contenedor más lejano.  En el trayecto de regreso vio muchos espejos de colores sobre la acera. Eran el reflejo de la luz débil sobre la suciedad que flotaba en los parches de agua.  Vuelve a sentir placer caminando.  Cae en cuenta que no es ella el problema, ni lo era él, ni el niño. Son los distritos donde llegaron que la condena a repetir los días, las noches y las deudas.

En la habitación del colchón escarba en el hueco de los ahorros.  Saca las monedas, las guarda en una pequeña funda plástica. Saca los billetes, los estira, los junta con los pocos que tiene y cuenta varias veces para estar segura de la cantidad.  Del fondo del hueco recupera una libreta color marrón ─el registro del niño─ y varias hojas dobladas. Devuelve la libreta al hueco. Desdobla una de las hojas, ve la foto de él. La hace una bola y la tira al hueco. En la otra hoja se queda mirando la foto suya cruzada por la estampa notarial. Siente un deseo incontenible de parecerse a la de la chica sonriente de la foto.  En la habitación del perro, ella asoma cuidadosamente la cabeza al hueco del sofá. Solo queda un amasijo de ropas y un par de zapatos gastados. Los pone en una funda plástica que no se lleva.

Baja las escaleras con determinación. Se va a la plaza. Discute con alguien por lo del pasaporte. Finalmente chocan las manos. Ella se larga del distrito… de los dos distritos. No quiere volver a saber nada del diecinueve, ni del diez. Tantea en el bolsillo. Solo le quedan las monedas.  Deja la plaza, el piso y los distritos de fronteras invisibles.

Pasa al bistró, mira desde afuera a través del ventanal. El egipcio, con una gran sonrisa, le hace una seña para que ingrese.  Ella había perdido la noción del tiempo.  Se sienta donde siempre. Él le pone un plato de sopa de cebolla con mucho pan y queso gratinado. La sopa exhala un humo blanco que calienta todo.

─No tengo dinero. ─dice ella.

Sin esperar la respuesta devora el contenido del plato.  Esa sopa era una buena señal. Y el egipcio también lo era.  Disminuye el vértigo con la cuchara y continúa diciendo.

─Te la quedo debiendo. Pero no sé cuándo vuelva. Me voy del barrio.

─ ¿Y a dónde vas?

─No sé. Ya estoy sola. Quiero empezar otra vez. Ahora sí, bien. En otro distrito.

Ella habla con el egipcio más de lo que nunca había hecho. Para disimular mira hacia afuera y ve que el perro esta lamiendo la mano a un paseante.

A la semana siguiente va con el pastor donde el argelino. Quiere ultimar el alquiler de un niño mayor, y el de un hombre que tome el lugar de él para lo del Auxilio.

En el parqueadero del edificio del Servicio Social se encuentra con un viejo que lleva a un niño de la mano. Mientras amarra el perro en el sitio para bicicletas piensa que el argelino pudo haber enviado a alguien de menos edad, para ser su pareja.  La criatura tiene unos cuatro años y de no ser porque forcejea para zafarse de aquel viejo, pasaría por una momia pequeña. Antes de ingresar a la oficina arrebata al niño de la mano del señor y se inclina para tranquilizarlo.

Quédate quieto. Y allá adentro dime mamá.

Y usted no olvide, vinimos acá hace siete años. Por si preguntan.


Fabián Flórez

Ingeniero de profesión, Máster en Gerenciamiento de Empresas. Realizó estudios en Creatividad Literaria en la Universidad Internacional de Valencia y en la Universidad Internacional de la Rioja. Miembro activo de Kafka Escritores. Ha publicado relatos en Los que vendrán (2018, 2019, 2022) y Perseidas (2020).

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