Mi poder en la chuleta de cerdo – Roberto Proaño

Cuando el Presidente emitió el decreto para abolir el hambre se instaló en el país una esperanza. Hasta entonces había un caos generalizado. Las protestas destruían todo lo que encontraban a su paso sin que la policía pudiera evitarlo. Los muertos en las calles se sumaban por cientos. Querían derrocar al Presidente.

Desde el día siguiente al decreto, los niños asistirían a la escuela sin desayunar y nadie se preocuparía en preparar las comidas diarias. Ya no existirían diferencias entre los que tenían para comer hasta el desperdicio con aquellos que pasaban hambre. Estos argumentos dijo el Presidente antes de la firma. Para que la población se mantuviera robusta y sana, mediante tarjetas de racionamiento, el gobierno proporcionaría vitaminas en forma gratuita y con sabores iguales a los platos más apetecidos. Las protestas terminaron de inmediato. Los pobres eran los más felices.

Las familias decidieron sacar las mesas y sillas del comedor a las calles para quemarlas, los electrodomésticos, convertidos en chatarra, se transformaron en automóviles y bicicletas. 

Como los momentos que se compartía en la mesa eran necesarios, las familias debían reunirse periódicamente para conversar aunque no tengan nada que decirse. Se ordenó quemar los libros de gastronomía además de imponer la pena de muerte para los trabajadores de las fábricas de alimentos de exportación, en caso de que usaran los mismos para venderlos o en su propio consumo. El gobierno resolvió mantener estos sitios, fuertemente militarizados, toda vez que el país no podía prescindir de los ingresos dejados por la venta de productos como el camarón, la soya y el cacao. Mientras que, las empresas encargadas de la importación de alimentos, deberían cerrarse y reorientar sus negocios hacia otras actividades.

Supermercados, restaurantes y panaderías tuvieron que clausurarse de inmediato. Ya no era necesario cuidar animales en las fincas ni multiplicarlos con transgénicos. Los veganos, vegetarianos y carnívoros dejaron de preocuparse por sus dietas.

Si la necesidad de trabajar tenía como razón fundamental resolver el problema de la comida, las personas ya no estaban obligadas a  hacerlo. Sin embargo, podían trabajar aquellos que requerían de un salario para satisfacer ciertos requerimientos particulares. Eran las personas que les gustaba viajar en vacaciones, vivir en suntuosas casas, vestirse a la moda o cambiar anualmente el modelo de su vehículo.

Con el objeto de organizar el tiempo de los que no querían trabajar, el gobierno construyó amplios sitios de recreación para practicar el deporte en todas sus formas, así como para disfrutar de la música, la lectura y otras expresiones del arte. Sitios que se construyeron expropiando lugares que antes se dedicaban al cultivo de legumbres, hortalizas y frutas.

Se comprobó que la mayoría de la población prefería no trabajar y ocupaban su tiempo en actividades lúdicas y recreativas. Las facultades de música, literatura, diseño  gráfico y arquitectura, incrementaron exponencialmente su número de alumnos.

Los médicos estuvieron de acuerdo de que en poco tiempo aquellas enfermedades como la diabetes, obesidad, pancreatitis y otras, desaparecerían por completo y se terminaría la esclavitud de la dieta. Ya no existiría la división entre gordos y flacos, no harían falta costosos tratamientos e intervenciones de cirugía estética.

Los primeros años todo funcionó según lo planificado. La población y los organismos internacionales estaban satisfechos. El Presidente fue propuesto para el nobel de economía.  Ya nadie hablaba de las orgías y bacanales que, según se decía, realizaba en palacio. Observadores de todo el mundo llegaron para obtener conclusiones. A estos visitantes extranjeros el gobierno les proporcionaba banquetes en comedores ubicados en los cuarteles. La gente se acostumbró a las interminables colas para recibir la dosis mensual de vitaminas.  El Presidente fue declarado benefactor de la nación. Algunos sacerdotes propusieron a la santa sede para que sea canonizado.

Sin embargo, aparecieron en todas las ciudades los primeros indicios de inconformidad. Provenían de aquellos que no podían olvidar los placeres que proporcionaba la comida, un disfrute inolvidable para el paladar, el cuerpo y el alma, que no estaban dispuestos a permitir que desaparezca, según decían. Criticaban también que el gobierno y sus representantes, con las delegaciones extranjeras, disfrutaban de magníficos banquetes en los cuarteles que terminaban en bacanales, que muchos se habían enriquecido vendiendo las vitaminas en el mercado negro. Estos críticos se reunían a escondidas para preparar las comidas que añoraban. Leían libros prohibidos de gastronomía y elaboraban proclamas y mensajes que difundían en las redes sociales. Los inconformes conseguían los productos para hacer sus preparaciones de una manera clandestina.

El gobierno creo aparatos especiales de represión e inteligencia para perseguirlos. Destruyeron decenas de fincas prohibidas, asesinaron a los cabecillas. Sin embargo, los inconformes aumentaban en forma vertiginosa. Distribuir vitaminas con los sabores preferidos de la población para distraer al paladar fue contraproducente. Ciertos platos se convirtieron en insignias de la resistencia. La chuleta y el pollo hornado fueron símbolos subversivos utilizados para grafitear las paredes.  El mensaje de los inconformes era: Nos dejan comer o les devoramos a pedazos. 

La prensa informó que miles de personas de todo el país venían para tomarse el palacio. La policía se declaró incompetente para dispersarlos. Altos mandos militares declararon su adhesión a los insurrectos que se tomaron las instalaciones del palacio. Las bombas lacrimógenas y los carros cisternas no pudieron detenerlos. Policías y militares de tropa, en la refriega, se pasaron de bando. Alguien dijo que el Presidente y sus ministros estaban en el salón rosado y hacia allá se dirigieron. La turba encontró, junto a la cocina, bodegas de refrigeración llenas de carnes y mariscos así como legumbres y frutas importadas. A golpes y empujones se disputaron los productos. Devoraron los alimentos congelados. Enardecidos votaron la puerta del salón rosado y encontraron al Presidente y a una mujer desnudos sobre la alfombra. Los dos asesinados. Una pistola con silenciador estaba en el piso. Frente a los cadáveres, un suculento banquete con un pavo dorado en el un extremo de la mesa rodeado de diferentes salsas, en el otro lado, dos lechones crujiente sobre ensaladas. Langostas envueltas en aderezos de mar distribuidas en varias fuentes. Vino cabernet y merlot en los decantadores. Pasteles de frutas y de chocolate. La turba se lanzó a devorarlo todo. Un tipo alto y gordo que los encabezaba, subido sobre la mesa, levantó una pata mordida de pavo en señal de victoria. Los alzados respondieron con una sonora ovación y siguieron devorando insaciables. Los cadáveres desnudos del Presidente y su bella acompañante permanecían tirados sobre la alfombra  rosa. La diarrea se instaló de inmediato. Los baños no fueron suficientes y lo hacían por todo lado, también sobre los cadáveres. El olor a eses y orina envolvió el palacio. El gordo alto que les encabezaba fue nombrado Presidente. La banda tricolor que cruzaba su pecho decía: mi poder en la chuleta de cerdo.


Roberto Proaño

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