Piloto automático – Carlos Arellano

Aún está intacta en mi memoria la mañana en que  Lidia y yo volvíamos a casa después de su clase de tenis. Su voz da vueltas en mi cabeza diciéndome lo que había aprendido ese día, acerca de sus nuevas técnicas para sostener la raqueta. Recuerdo que sus pequeños brazos describían cada movimiento aprendido, usando de la manera más inocente las palabras del profesor. De esa boca diminuta salían palabras como “apropiadamente”, “postura”, “remate”. Yo, mientras tanto, estaba enfocada en el camino y en el paisaje, relajada, viendo el volante moviéndose solo, de una manera que parecería mágica para alguien de siglos pasados. Escuchaba, como buena madre, las descripciones y gritos de Lidia mientras veía los códigos que se mostraban en la pantalla del vehículo. Un CWD convertible, de piloto automático e inteligente, que daba a uno la comodidad de hacer lo que quisiera mientras el carro se conducía solo. Lo había conseguido en oferta, porque uno de ese lujo y con las características de seguridad ofrecidas era imposible de comprar para alguien de clase media como nosotras.

De pronto, sentimos un estruendo y una cortina de lluvia cayó sobre la carretera. Una voz electrónica, que salió de los parlantes del carro, nos anunció que cambiaba a modo “conductor bajo la lluvia”. En la pantalla se pudo ver la imagen del vehículo en 3-D y unos códigos que pasaban demasiado rápido para descifrarlos. Yo me limité a cerrar la ventana. Me recosté y abracé a Lidia mientras ella seguía hablando. La abracé fuerte, sin saber por qué.

La lluvia, y esa lenta monotonía que produce, siempre me han generado sueño. Poco a poco mis párpados se cerraron mientras los truenos anunciaban la venida de lluvias más fuertes. El vehículo siguió por la ruta de siempre, la más corta, que nos llevaría a casa a través de las montañas. Fue entonces cuando un ruido ensordecedor me despertó. El ruido fue tan macabro y fulminante que se ha quedado en mi memoria desde entonces, como si, en el silencio de las noches, en lugar de mi corazón solo escuchara ese tronar una y otra vez. Las luces se movían por todos lados, el sonido de metal crujiendo y de vidrios estampándose contra el pavimento fue lo último que percibí. Grité, escuché a Lidia gritar, pero antes de alcanzar a procesar lo que pasaba, todo fue oscuridad.

No sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Al abrir los ojos, logré distinguir las luces del hospital parpadeando intermitentes, de un lado al otro. Apenas pude recobrar la conciencia, lo primero que vino a mi mente fue mi hija. Intenté gritar su nombre pero de mi boca no salió ningún sonido. Estaba sedada. Todo a mi alrededor era ruido, destellos y doctores apresurados que pasaban frente a mí. No sentía mi cuerpo, estaba como flotando entre un sin fin de luces que se arrastraban y me llevaban con ellas. Recuerdo las voces que llegaban de todos lados, indescifrables, mezcladas con una sensación de fatiga y quemazón en todo mi cuerpo. Cuando al fin recobré el conocimiento, un doctor al que no pude ver el rostro me dijo que yo estaba fuera de peligro.

–¿Mi hija? –Le pregunté con la poca vida que llevaba dentro.

El doctor tardó mucho en responder, fueron segundos que se me hicieron días. Tal vez no demoró tanto en decirlo, o tal vez fue porque mi percepción del tiempo estaba alterada por todo lo que había pasado. Pero últimamente he llegado a la conclusión de que fui yo involuntariamente quien alargó esos segundos en mi deseo de aferrarme a una antigua realidad. Quería, sin saberlo, pertenecer a la realidad donde mi hija aún estaba conmigo.

No supe cómo actuar en ese momento, o qué hacer. Romperse en llanto es algo que pertenece al rango de posibilidades que un ser humano contempla en su vida diaria. Pero al enfrentarte a algo que uno jamás imaginó, la mente duda de todo. Si existe un punto de inflexión entre la lucidez y la locura, fue ahí donde me encontré de repente. Cualquier movimiento en falso podía aventarme cuesta abajo en una pendiente de la que ya no habría retorno.

Hubo una recuperación, una terapia, una entrevista, otra entrevista. Hubo un juicio, contra los dueños de la compañía de autos. Los demandé para intentar calmar mi dolor, para juntar, o intentar juntar las piezas rotas que alguna vez habían formado parte de mí. No lo pensé en ese momento, necesitaba obsesionarme con algo que me evitara ver la realidad. Solo me sujetaba al proceso, a hundirlos en la cárcel, a hacer justicia al menos para llenar ese oscuro espacio. Teníamos todas las pruebas, teníamos el testimonio de una pareja que pasaba por el sitio buscando refugio en el momento del accidente. Ellos fueron los que llamaron a la ambulancia para pedir ayuda después de ver que nuestro carro se fue al abismo. Pero no fue suficiente. El rostro del juez era enjuto y no se inmutaba ante las palabras que describían una a una las acciones de esa noche. Los abogados de la compañía eran los más prestigiosos del país, cobraban más de lo que jamás yo hubiese pagado en mi vida, pero no hacían perder ningún juicio a sus clientes.

El argumento con el que perdimos el juicio fue que el piloto automático de los CWD funciona con un sistema avanzado de toma de decisiones. La computadora de los vehículos tenía acceso a toda información que existía de los posibles accidentes registrados, del tipo de personas, de su edad, de su esperanza de vida, de las posibilidades de sobrevivir después del accidente, todo. Argumentaron los abogados que el sistema era tan avanzado y había recolectado tal cantidad de datos que era técnicamente imposible que fallase. Mis abogados apelaron, dijeron que era un sinsentido que una máquina cometiera tal error de cálculo y se precipitara a un abismo. También argumentaron que en caso de que el accidente hubiese sido inevitable, el registro de códigos del carro señalaba que este había tomado una decisión al momento del accidente. Es decir, el carro, inmediatamente después del choque, hizo una maniobra que me salvó a mí, una mujer de 50 años, con pocos años por delante antes de su jubilación, en lugar de a mi hija, de 10, con toda la vida frente a ella y con una salud perfecta. Lo dijeron mientras mostraban la foto de Lidia que yo les había dado. Ver su rostro puro en las manos del abogado, ese cabello lacio y negro como sus ojos, verla como nunca más la veré, me causó nauseas, ganas de gritar, llorar y desaparecer de allí, de ese momento, de esa vida. Tuve que abandonar la sala. Antes de salir miré fijamente al hombre que estaba sentado en el banquillo de acusados:

–Levítico 24.

El hombre me vio con una mezcla de extrañeza y miedo.

–Levítico 24 –le repetí–. Dios pagará a cada uno según lo que merezcan sus obras.

Desde ese día vagué por la vida por no sé cuánto tiempo. Era como un fantasma que cumplía mis rutinas ignorando el propósito y que no había alterado para nada la estructura de su vida. Me levantaba a la misma hora, a las 6 am, para llevar a Lidia a la escuela. Pero ella ya no estaba, y era entonces cuando miraba por la ventana a las luces de la ciudad apagándose poco a poco, dejando solo la niebla de la mañana. Fumé más que de costumbre, cuando desayunaba, cuando comía, de camino al trabajo. La gente se sorprendía de lo inmutada que estaba después de la muerte de Lidia, de que no hubiera alterado mi vida y no me hubiese desmoronado. Lo que no sabían es que había algo dentro de mí que crecía. Ese algo era negro, como un tumor en mi alma, y me llenaba cada vez más hasta apoderarse de cada segundo de mis pensamientos. Hasta que hubo un día en que comprendí lo que tenía que hacer.

Me vi con Daniel en la parada del metro que quedaba cerca de su trabajo. Daniel es el padre de Lidia y llevábamos separados desde que ella tenía dos años. Compartimos el dolor de perder a nuestra hija, pero él estaba casado y tenía ya dos hijos, por lo que no cambiaba lo sola que me sentía frente a ese dolor. Lo hice subir al carro y manualmente conduje a un café cercano que se llamaba el Hurón.

–¿Cómo sigues? –fue lo primero que dijo después de un frío silencio en el carro.

–¿Recuerdas lo que me contaste de la corporación en la que trabajabas? –fue lo que le respondí. Antes de que pudiese decir algo me adelanté–. ¿Aún tienes acceso a toda esa información de la que me hablabas?

–Sí, aún trabajo en TRGDA. Pero no entiendo qué tiene que ver eso contigo.

Le expliqué entonces que lo que yo necesitaba era que me ayudara a encontrar cierta información de usuarios.

–No entiendo a qué viene todo esto –me respondió–. Además, sabes que puedo ir a la cárcel por liberar esos datos.

Le insistí para que lo hiciera, le dije que era lo mínimo que él podía hacer después de habernos dejado solas a Lidia y a mí. No se lo dije directamente, pero le insinué que si no hubiese sido por su decisión, nada de esto estaría pasando.

Conseguí la información que necesitaba. Daniel pudo averiguar todo lo que necesitaba saber acerca del niño: hora de salida de su casa, llegada a la escuela, la hora de sus recreos, de salir a pasear, de ir a clases de golf, de ir a comer con su padre a algún lugar de comida rápida, de ir a dormir. Aprendí las semanas que pasaba con su padre y las que pasaba con su madre. Los horarios no cambiaban mucho cuando estaba con él o con ella, por lo que me facilitó elaborar una lista y un posible esquema de dónde se encontraría a una determinada hora.

–Sigo creyendo que esto no tiene sentido –me dijo Daniel mientras terminaba su cerveza–. Yo he trabajado para esta gente, sé el tipo de algoritmos que usan, muy avanzados, es imposible que esos carros cometan errores. Seguramente el carro tomó la decisión que tomó por algo.

–Mírame un segundo –le respondí de inmediato–. Revisa lo que quieras pero dime algo, incluso si el accidente no fue culpa del carro ¿crees que ella merecía morir en mi lugar? ¡No tiene sentido que el carro me haya salvado a mí y no a ella!

No supo qué decir y solo observaba a la luz del poste que se colaba entre las cortinas.

–De todas maneras –continuó– no creo que ese otro niño tenga la culpa ni que sufrir por algo en lo que no tiene nada que ver.

Lo miré, esta vez clavé mi ojos en los suyos, y le dije:

–¿Y crees que Lidia tenía algo que ver? ¿Crees que tenía algo que ver con ese niño, o con ese maldito carro, con este maldito mundo? ¿Cuál, dime, cuál era su propósito? Nacer, llenar mi vida, llevarme con su pequeña mano por jardines, ¿para irse así? Despedazada bajo los hierros oscuros, solo porque a una maldita máquina se le ocurrió volverse loca y que mi vida valía más la pena. Sólo porque a ese aparato del demonio no lo programaron para evitar ese tipo de accidentes y que de paso lucren más y más. O tal vez porque eso no les importó a los que lo hicieron. ¿Crees que Lidia les importaba? ¿Crees que nosotros les importamos?

No supe nada de Daniel por un par de semanas, por lo que me hundí más en mi desesperación. Intenté pensar en las maneras en las que podría llevar mi plan adelante pero nada coherente llegaba a mí. Hasta que un día en que me encontraba recopilando información de unos periódicos, mi celular timbró.

–Te voy a ayudar –me dijo Daniel– solamente si juras, y escúchalo bien, si juras que esto no pasará de un susto.

Yo se lo prometí un millón de veces y le aseguré que lo único que buscaba era que el miserable dueño de esa empresa sufriera, al menos pasajeramente, lo que yo sufro cada segundo de mi vida.

La información recopilada por Daniel era abrumadora. Iba desde cuántos pasos el niño daba al día, cuántas veces iba al baño, cuándo iría, con quién se iba en los recreos, sobre su juego de video favorito. Tenía acceso a todo y era incluso capaz de predecir su comportamiento o el lugar donde el niño se encontraría en determinada hora del día. Me dio, entonces, esas señales. Elaboré un mapa con tiempos y lugares de lo que quería que pasara. Primero tomaría al niño en el baño de la escuela, que era el único donde los guardaespaldas no lo seguían. Lo llevaría por la puerta de servicio y lo llevaría hasta una bodega abandonada en la zona industrial de la ciudad. Dibujé el plan milimétricamente sobre una hoja grande que había puesto sobre la mesa.

Todo ocurrió como lo había planificado. De una manera casi automática me encontré en una bodega de techo alto, con charcos oscuros alrededor, y un niño atado y amordazado a mis pies. Lo había hecho casi todo yo sola y me habían bastado únicamente las señales de Daniel, un par de matones del suburbio que me resguardaban las espaldas de los guaruras del niño, y un auto rentado a un deshuesadero que no constaba en registro alguno. Me despertó de mi trance el llanto del niño que, aunque le aseguré que no le pasaría nada, no podía contener su horror. El furor y mi deseo de venganza me habían llevado a hasta ahí, hasta ese oscuro recinto donde el llanto de un niño inocente que podría ser de la edad que tenía mi Lidia, me daba igual.

Tomé el teléfono que conseguí para ese día y llamé al padre del niño.

–Por favor, te lo ruego, te puedo dar todo lo que tu quieras –decía desde la pantalla del celular–. Solo dime un número, el que tú quieras, te lo deposito ahora mismo… O no, te lo dejo donde me digas, en efectivo.

El niño mientras tanto seguía temblando, rogándome entre susurros y lágrimas que, por favor, no le hiciera nada.

–Miserable –le dije al viejo por el teléfono–, no me reconoces con esta máscara, pero me arruinaste la vida. Tú y toda tu porquería que llamas tecnología del futuro me destruyeron para siempre. Ahora quiero mostrarte lo que siento. Quiero que veas lo que pasa cuando se va la razón de tu vida y quedas rodeado de tu imperio de dinero y chatarra. ¡Quiero verlo!

El padre lloraba, el hijo lloraba, yo, tal vez, lloraba, pero no podía notarlo. Estaba llena de eso que tengo dentro mío desde que Lidia se fue. Pero no era pena, era algo más, algo que me quemaba y hacía que nada ni nadie causara en mí simpatía alguna.

Mi celular, mi verdadero celular, y no ese que conseguí para el secuestro, vibraba. No dejaba de vibrar. Vi rápidamente quién era. Daniel me llamaba, una vez tras otra, sin parar. Puse el celular en silencio.

–Por favor, por favor –sollozaba el hombre en la cámara–, no lo hagas.

–Eres un maldito bastardo, ricachón del demonio –le dije–, Dios paga a cada uno según lo que merezcan sus obras.

El hombre lloró por un segundo más, pero paró de repente.

–Esas palabras –dijo– las he escuchado antes.

Yo me quedé callada sin siquiera respirar.

–Eres esa mujer, la que perdió a su hija en el accidente.

–No… No tienes idea de lo que dices –le respondí. No se me vino nada más a la cabeza.

–¡Sí, sí que lo eres! –me dijo en tono furioso, como amenazante.

Sujeté entonces la cabeza del niño y le dije:

–Ni en estos momentos dejas tu arrogancia, ni ahora que estás a punto de perderlo todo dejas de creerte un ser divino.

–¡No, te lo ruego! –dijo directamente, como arrepentido de su arrebato–. ¡Ya te dije, te lo dijeron mis abogados, la niña tenía que morir, tu hija no podía salvarse!

–¡Silencio! –le grité, con mi voz interrumpida por el llanto y la rabia.

Y fueron esas palabras, ese tono, esas malditas excusas, el pensar que hablaba de mi hija como si fuese un número, un dato estadístico, fue eso lo que me cegó completamente. Sujeté al niño con toda la energía que me quedaba y empuñé en mi otra mano el cuchillo. Cuando estaba a punto de sellar mi ciega venganza escuché gritos de alguien que corría hacia mí.

Se abrió la puerta de la bodega donde nos encontrábamos. Era Daniel.

–¡Atrofia luminosa! –Me gritó–. Al fin descifré los datos, suelta a ese niño.

–¿De qué hablas? –le respondí entre gritos y lágrimas.

–Ese era el nombre de la enfermedad que Lidia tenía. El carro tenía acceso a todo tipo de datos, incluidos clínicos, y pudo pronosticar con exactitud que Lidia sufría esa enfermedad.

–¡Estás mintiendo, ella era sana, nunca pisó un hospital!

–Es que por eso es que los peritos no pudieron descifrar el código del carro con exactitud. Esa enfermedad aún no se ha descubierto, pero el carro pudo pronosticar que existe y que tu hija la padecería. Al parecer es una condición hereditaria en la que las células sensoriales de la visión se deterioran progresivamente, provocando una ceguera completa en la adolescencia y una larga agonía.

–¿De qué estás hablando?

–Que Lidia iba a tener un futuro horrible, se quedaría ciega y poco a poco moriría mientras tú lo contemplabas impotente. El carro vio que entre ese y este futuro, los números favorecían a este. Es decir, que su decisión era la que menor dolor causaría en el largo plazo.

En ese momento solté el cuchillo y el celular. Miré por la ventana y vi cómo la luz de la luna se colaba fría por la bodega. El niño ya no lloraba.


Carlos Arellano

Se desempeña como investigador principal en microbiología en la universidad de Viena. Realizó sus estudios de PhD en Microbiología en la universidad de Lund en Suecia. Ha publicado en antologías de cuentos fantásticos Los que vendrán (2018) y Los que vendrán (2019), y de ciencia ficción Perseidas: nueva ciencia ficción ecuatoriana (2020).

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