La rúbrica – Frank Patiño

En la pesadilla volví a ese temblor: el suelo se partía. La duda de en qué lado de la tierra quedarme, me hundió en la oscuridad.

–Madre, madre –y dejó de sacudirme.

El despertar de golpe me hizo difícil reconocerlo. Lo primero que observé fue su nariz en punta, como la del abuelo; y el mentón ancho, como el de su padre. Era Michel, mi segundo hijo, un hijo de todos esos hombres.

–Michel –le dije.

–No, madre. Soy Saúl.

–¿Saúl? ¿Eh? –me incorporé un poco en la cama.

–Sí, Saúl, madre.

No parecía Saúl, sino Michel. Saúl era igual a mí: los ojos tiernos y bondadosos, ñato, con un párpado caído, ¡claro que era igual a mí!, no a su padre, menos a su abuelo.

–¿Saúl? –volví a preguntar. Y me fregué los ojos para ver con claridad.

Él asintió. No lo parecía. Le pregunté:

–¿Y por qué no me abrazas? –lo hice porque Saúl, cada que viene, antes de contarme sus cosas, de cómo está la vida afuera, me abraza.

Se apresuró a hacerlo.

–¿Qué haces aquí? –le pregunté.

–Tenía ganas de verte.

–Ahhh… ¿Y por qué no has venido?

–Siempre te he visitado, madre.

–Ahhh…

Antes de pedir mi bendición ayudó a que me sentara bien. Lo vi completo: usaba traje oscuro y corbata roja, unos zapatos largos, brillantes. Tenía un maletín. Lucía impecable. Así como su mostacho negro. Ese mostacho como el de su padre, como el de su abuelo; que quiera Dios y ese par de canallas se retuerzan en su tumba.

A Saúl jamás le creció la barba. Su piel era tan delicada. «Eres una niña», le decían esos hombres.

–¿Por qué tan elegante, hijo?

Decidí llamarlo hijo porque no sabía cuál de los dos era.

–Voy camino a la oficina, madre. Quiero que me ayudes firmando unos papeles.

Lo vi a los ojos. Estaba segura de que era Michel. Él me sostuvo la mirada por dos segundos antes de bajarla, igual que el día que lo encaré porque dejó la universidad. Luego otra vez sus ojos con los míos, como para aguantar la reprimenda por las botellas de trago que hallé bajo su cama. Y por último, como siempre, los ojos al piso, de rodillas, diciendo que sería la última vez, que va a cambiar, que no se desviará del camino.

–Bueno –le dije–. ¿De qué son?

–Nada importante. Unos simples documentos.

–Ahhh… ¿Y dónde está Saúl? –le pregunté para quitarme la confusión de una vez por todas.

–Yo soy Saúl, madre.

Aún no me despertaba bien. Estaba confundida. Muy confundida. Porque el mentón, el mostacho, la forma de hablar… ¡Y los ojos! Sobre todo los ojos…

–¿Entonces dónde está Michel?

–En su casa… Haciendo sus cosas, supongo… Ya sabe, siempre fue un hombre muy ocupado.

Michel siempre tenía cosas que hacer: los negocios que se inventaba, sus mujeres, sus hijos. Es rara la ocasión en que me visita. En estos años ha venido una o dos veces, no más. Aunque Saúl siempre me dice que su hermano está aquí cada quince días. Pero yo sé que no es cierto.

–¿Quieres un café? –le pregunté entonces. Lo hice para ver si era Saúl.

–Sí, madre.

¡No era Saúl! Mi Saúl solo tomaba leche. Ya me hubiese dicho: «Madre, sabe bien que la cafeína me hace mal».

–Aunque, pensándolo bien… mejor otro día. Estoy de apuro. Debo hacer muchas cosas.

Subió su portafolio a la cama. Elegante, de cuero oscuro. Saúl jamás andaría con uno de ésos. ¡De ninguna manera!

–¿Cuándo lo compraste? –le pregunté.

–Hace un tiempo –sacó varios papeles. ¡Muchos! Y un bolígrafo.

Lo observé unos segundos mientras ordenaba las hojas. Era Michel, o no, no, era Saúl. ¡No lo sabía!

Me extendió los papeles.

–¿Qué son? –no me respondió–. ¿Por qué no vendrá Saúl? –le pregunté con impaciencia. Estaba asustada. Conocía, pero no reconocía a quien tenía frente a mí.

–Yo soy Saúl, madre.

–¿Y Michel?

–Él solo viene los domingos cada quince días.

–Ahhh…

Intenté leer los documentos. Las hojas estaban en blanco. Pero mi hijo me apresuró señalándome dónde debía firmar.

–Debo marcharme, madre.

–¿A dónde?

–Al trabajo.

–¿Trabajas?

–Sí, madre. Michel es el que no lo hace.

–Pensé que eras Michel.

Meneó la cabeza.

Hice lo que me pedía. Sentí alegría al ver mi rúbrica otra vez. Cuando acabé, guardó los documentos y el bolígrafo, y me dio un beso en la frente como lo hacía Saúl. Se marchaba. Que estaba de apuro.

–Aguarda… Aguarda, hijo –me regresó a ver–. Dile a Michel que me visite, ¿sí?

Me vio con fijeza unos segundos (sus ojos… no sé de qué estaban llenos sus ojos; achinados y lagrimosos), luego sonrió. Y al final, antes de girarse, me dijo:

–Lo haré, madre, lo haré…

Me dio la espalda. Yo le di mi bendición.

Y el silencio y la confusión que levitaban en el cuarto empezaron a colocarse sobre mí, a presionarme el pecho, a hundirme en la oscuridad de aquel temblor.


Frank Patiño

Bodeguero. Ha publicado Sonámbula (2021), Orgía (2022). Participó en las antologías de cuento ecuatoriano: Nunca se sabe y Los que vendrán. Una araña hacia la luna (2024) es su última novela.

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