El primer colgante – Fabián Flórez

La primera vez que los colgantes aparecieron en los noticieros, yo ya los había visto. Vi a tres de ellos dejarse caer al vacío desde el brazo de la grúa. No reporté nada.  Cuando vi el primero, yo estaba en Londres, en el mejor momento de mi vida.  Gozaba –esa es la palabra correcta— de un buen trabajo. Mi título de ingeniero civil, obtenido en mi país,  me benefició poco o nada en lo profesional. Después de varios intentos y cursos de inglés, logré el certificado para operar grúas de torre y contrapeso. Vi al primer colgante en el espejo retrovisor de mi cabina de operario, a cien metros sobre el nivel del suelo. Una silueta apenas humana salió de debajo del contrapeso de hormigón. Caminó recto por el brazo de la grúa para luego dejarse caer al vacío. Abandoné la cabina. Con gran esfuerzo miré hacia abajo. Fue una inspección rápida.  No vi nada extraño.  Nada colgaba del brazo metálico, y tampoco se evidenciaba ningún alboroto allá abajo, como cuando alguien se estampa contra el suelo.  Todo era normal. No soplaba el viento extraño que llega con el inicio del otoño. Aunque yo no era el ingeniero de obra, mi salario supera al de muchos supervisores y también gozo de tres días de descanso, por lo del trabajo en altura. Reportarlo me obligaba a tomar exámenes psicotécnicos ─que, en realidad, son pruebas psiquiátricas─. El examen de estrés por altura es para los maquinistas como el calor del sol para las alas de Ícaro. Una caída segura. Con la sola duda, aunque no lo dicen, queda uno marcado de “alto riesgo”.

Con la certificación de maquinista empecé otra vida en Londres. Como la que abuelo había soñado. Una vida en lo más alto. Una pequeña caja me elevaba hasta la corona de la grúa cuatro veces por semana.  Ni los puentes más soñados en la universidad llegaron a estas alturas.  Desde esta altura, la gente del suelo se reduce a pequeñas figuras corriendo hacia la boca de los edificios.  Ese Londres de allá abajo —el de los palacios, el de los parques, el de las calles angostas, el de los puentes sobre el río, el del color gris y rojo—, dejó de ser para mí desde que me instalé en la cabina de la grúa. Acá, las nubes son sólidas, aunque mantienen ese color gris. A los pocos meses de ejercer como maquinista dejé de mirar hacia abajo. Mi realidad sucedía acá arriba. El tiempo con los pies en la tierra se limitó a los trayectos entre mi pequeño piso y el inicio del ascensor en la base.

Al segundo colgante lo vi desde el elevador.  Fue a las varias semanas del primero o, casi, al mes. Era una mañana gris, como las habían sido desde que llegué a Londres.  El trayecto del elevador se demoró por los fuertes vientos de ese día. Dirigí mi cabeza hacia arriba.  Quería confirmar que el brazo resistiera la embestida del viento otoñal. Pude ver una figura humana, sin color ni rasgos específicos.  Caminaba de manera segura y confiada, como un maquinista recién graduado.  Aceleró el paso por el brazo de la grúa ante la inminente llegada del elevador o para resistir el viento. Luego se dejó caer al vacío.  No saltó, se dejó caer ─aquello me llamó la atención─.  Salí del elevador y busqué el cuerpo que, según mis cálculos, debía estar a la mitad de la caída al vacío. No lo encontré. Inspeccioné la cadena y el gancho por si se hubiera enredado en ellos. Tampoco encontré nada. Como si la silueta grisácea se camuflara con el de las nubes sólidas de agua helada que amenazaban a los de abajo. Noté que me costó menos mirar hacia el suelo. Regresé a la cabina. Aunque no llovía, estaba empapado y frío. Tomé el interfono.  Cuando escuché la voz del ingeniero, miré de nuevo al vacío que me separaba de ese Londres gris y de accesorios rojos.  Alcancé a decir: “Ya en posición.  Quedo en stand-by”. Recuerdo que ese mismo día, volví a tomar conciencia del suelo. De que es un lugar real.

Varias semanas después, otras grúas reportaron incidentes de colgantes. En la mía, los colgantes ya eran visibles. Fotos de ellos, como levitando entre el brazo de la grúa y el suelo, aparecían en los medios y las redes. Yo seguía subiendo a la cabina. Fui de los pocos operarios que colaboramos con la policía en el levantamiento de los cuerpos ─mejor dicho, el descenso de los colgantes─. El Londres de abajo seguía su ritmo, el de siempre, ese que no espera a nadie. La policía, ahora sin Watson ni Sherlock ni Poirot, se tardaba varios días en liberar una grúa después del descenso. Para los del Londres de abajo, en ese ritmo frenético de un enjambre de abejas sin reina ─aunque acá sí la tienen─, la parálisis de las obras delataba a los colgantes. Estos ya no eran simples masas inertes a la espera de ser movidas, se mostraban como terroríficas crisálidas humanas a punto de abrirse. 

Yo aún no había presenciado al tercer colgante de mi grúa, cuando los medios iniciaron el aquelarre de desinformación. Los de abajo y los que trabajaban en los rascacielos que rodeaban la construcción, apuntaban celulares, cámaras de filmación, micrófonos y antenas en dirección a mi cabina y a los colgantes. Mi cabina, y lo que debió ser mi silueta, un poco gris y sin facciones claras, apareció en los videos colgados en las redes. Los posts se dividían entre quienes criticaban a los maquinistas por ayudar al descenso, y los que califican la labor como “humanitaria y moral”. La figura en mi grúa ganaba likes en las redes con cada descenso de un colgante. Yo repetía los videos en el celular en el trayecto de regreso a mi pequeño piso. Dediqué esas dos horas, en la parte superior del tren, a detallar la figura del maquinista en mi grúa.  Tenía que ser yo.  Nadie más operaba esa grúa.

A la mañana siguiente, de regreso a la obra, hice balance de los más de diecisiete años fuera de mi país natal. En el Londres de abajo logré obtener la certificación de operario de grúa. Para ello, también tuve que aprender a coexistir con mi fobia a las alturas. Apliqué todo lo que decían en los videos de YouTube y demás canales de internet. Fue en el Londres de los parques que comprendí el consejo de abuelo, me lo dio cuando siendo niño lloré por no trepar a un árbol: “Si temes a las alturas, pues vive siempre en lo más alto”. Cuando se está en lo más alto, uno se olvida del suelo. El abajo deja de existir. Para aprobar el examen hice cambios, por ejemplo, en el pequeño piso dormía en la parte alta de una litera triple. En los buses y trenes iba siempre en el piso superior. Los trayectos desde mi piso hasta la obra, y viceversa, eran –para mí– lapsos en los que iba con los pies en la tierra. Esa mañana más colgantes aparecieron suspendidos en las grúas de la ciudad. Ese Londres se pobló de macabros árboles de navidad fuera de tiempo.

Un asunto extraño retrasaba el regreso de las grúas a la operación. Era la incapacidad de las autoridades, y del público en general, para reconocer a los colgantes. Nadie salió a decir: ese colgante es mi hijo; mi hermano; mi esposa; mi hija; mi prima; mi madre; mi abuela; mi padre; mi abuelo. Tampoco nadie dijo: es mi vecino; mi vecina; el amigo que vino de visita; o el ejecutivo que estaba de paso; o el artista del espectáculo del fin de semana; o el deportista del juego de anoche. Nadie. Ni en las redes ni en la calle ni en la prensa. Otro aspecto que se sumó a la intriga general, fue el de cómo lograban acceder a la corona de la grúa. Solo los maquinistas, y un número muy limitado de personal, podían usar el elevador. ¿Viven los colgantes en las alturas perpetuas? ¿Son los colgantes una evolución de los humanos del suelo? Se preguntaron los medios más amarillistas.

Las grúas que regresaban a la labor quedaban malditas. Había historias de todo tipo. En mi grúa, los trabajadores del suelo narraban accidentes catastróficos, raros e inexplicables que juraban sucedieron en otras grúas. También me culpaban, puesto que en varias grúas los maquinistas se negaban a subir a la cabina protegiendo, al resto, del maleficio.  Un relato que llamó mi atención fue el de la grúa que tomaba el control, como si la operara alguien diferente. Que el maquinista ve, en el espejo retrovisor, una sombra que parece salir de debajo del contrapeso, caminar por el brazo de la grúa, para luego saltar. Que cuando el operador se asomaba, constataba dudosamente otro colgante más. Lo que me atrajo de la historia no es el parecido con lo que yo había visto, sino la diferencia en el desenlace. Yo nunca pude comprobar ningún colgante –de las siluetas que presencié– dejándose caer delbrazo de la grúa. Es más, de hecho, dudo que la silueta no fuera la misma en las dos ocasiones.

Algunos maquinistas saltaron también. Las autoridades los trataron como casos aislados. Fueron enfáticos. “No hay relación con los colgantes. Se investiga posible fatiga laboral o cansancio mental por trabajo en alturas”. La diferencia en estos casos radica en el morbo normal ─por llamarlo así─ con que eran tratados por los de allá abajo. Fotos en primer plano para dejar ver las contorsiones imposibles para un cuerpo vivo. Encuadres donde prolifera el rojo de la sangre.   Composiciones con los miembros desprendidos del cuerpo estrellado contra el suelo. Otro aspecto diferenciador, es que todos fueron fácilmente identificables. Ese era Juan el de la grúa 90001, aquel era Peter de la grúa nueva, y así. Ninguno era realmente un colgante. ¿Cómo hacen los colgantes para no caer al piso? ¿Están los colgantes en un estado de animación suspendida? Preguntaban los diarios más serios.

A los tres meses de la aparición oficial de los primeros colgantes, las redes sociales cambiaron a temas de más actualidad.  Los noticieros les dedicaban cada vez menos tiempo y, como es costumbre, solo la prensa sensacionalista mantenía la publicación de fotos.  Durante ese tiempo mis trayectos en el suelo se triplicaron.  Comencé otro período de volver a vivir con los pies en la tierra; lo contrario al consejo de abuelo. En un diario gratuito, una secuencia fotográfica de mi grúa, mostraba la proliferación de los colgantes.  Las imágenes parecían las de un raquítico árbol de navidad, en blanco y negro, al que cada día le cuelgan más adornos grises. La capacidad de la policía para lidiar con el caso colapsó. Cada vez éramos menos los maquinistas que colaboraban con los descensos.  Se triplicaron mis turnos. De los tres días de descanso, solo pude tomar uno. Los colgantes no parecían disminuir.  Ni en las grúas ni tampoco en las morgues donde terminaban etiquetados como N.N. Para los ciudadanos del Londres de las calles angostas, las grúas paralizadas y sus adornos se insertaron en el paisaje invisible. Fue hoy, el último día de esos tres meses ─demasiado tiempo con los pies en la tierra─, que presencié al tercer colgante. Ahora, lo puedo asegurar. Presencié al mismo colgante por tercera vez.

Esta mañana regresaba desde el nivel tres de la litera de mi pequeño piso hasta la cabina en mi grúa. Hasta hoy había operado otras grúas. La sensación fue desconcertante. Nunca presencié colgantes en esas grúas.  Sí, los vi ya suspendidos de los brazos de las máquinas y colaboré en sus descensos. 

Pero, ahora mi grúa parece distinta.  El elevador inicia el ascenso y yo no dejo de mirar hacia la corona.  Lo veo de nuevo. Observo claramente que emerge del contrapeso. Camina rápido hasta la cabina. Lo pierdo de vista.  Está en la cabina, lo sé porque el brazo empieza a moverse.  El contrapeso se detiene en la posición más baja. El brazo de la grúa se proyecta hacia el cielo gris como indicando una altura aún más alta. Una dominada por la solidez de las nubes heladas.  Una altura como la que abuelo supo que existía.  El ascensor, por fin, arriba. Los dos salimos al mismo tiempo.  El colgante de mi cabina y yo del elevador. Su silueta era la misma de los videos en las redes.  Me extiende la mano invitándome a trepar por el brazo inclinado.  Los tonos grises y planos de su rostro toman volumen. En cuestión de segundos ese rostro gris tiene las facciones del mío: mis ojos; mi barba incipiente; las entradas en la frente; la cicatriz en el ojo. Me sonríe generando una tranquilidad pasmosa.  Su sonrisa recuerda a la de abuelo, que también era la de madre, y que ahora es la mía.  Les acepto la invitación. La inclinación del brazo no presenta dificultad, los tres estamos entrenados para habitar en las alturas. Ellos  redoblan el paso.  Los sigo de cerca. No quiero perderlos entre las nubes sólidas. El brazo de la grúa no tiene fin. Seguimos marchando.  Mientras me inserto en la nube gris comprendo que soy el primer colgante con nombre propio.

Londres. Julio 2024.


Fabián Flórez

ngeniero de profesión, Máster en Gerenciamiento de Empresas. Realizó estudios en Creatividad Literaria en la Universidad Internacional de Valencia y en la Universidad Internacional de la Rioja. Miembro activo de Kafka Escritores. Ha publicado relatos en Los que vendrán (2018, 2019, 2022) y Perseidas (2020).

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