Los 2000 – Sergio Fernández

La humanidad ya tenía bastante de qué preocuparse por aquellos tiempos, cuando recibió la visita. De la nada, una nave de reflejos cobrizos –no ovalada como un platillo, pero definitivamente alienígena– apareció sobre los satélites y, sirviéndose de las ondas, se apresuró en mandar un mensaje a través de la densa atmósfera de polvo. En cada hogar del planeta, en cada respectivo idioma, se coló en los televisores, la misma transmisión: en primer plano, tras un casco de membranas inyectadas de un líquido espeso donde se intuían sumergidos unos enormes ojos negros, una voz sintetizada, anunció sin preámbulos el fin del largo periodo de observación a la especie; un primer contacto, dijo, propiciado no por la buena valoración alcanzada al término del estudio, sino por la necesidad sobrevenida de abandonar definitivamente el proyecto y salvar lo que fuera posible. Las potencias espaciales –compañías privadas en su mayoría– no tardaron en dirigir sus observatorios orbitales hacia las coordenadas proporcionadas por los visitantes para descubrir, en efecto, un gran asteroide que se dirigía en trayectoria de colisión con la Tierra. Los responsables del Programa de Detección de Amenazas Tempranas se llevaron las manos a la cabeza. Más allá de cierta distancia, la tarea de rastreo constante era como buscar una aguja en un pajar. Una vez encontrada, dicha aguja iría creciendo en tamaño hasta eclipsar el sol, previo al impacto fatal destinado a erradicar todo rastro de vida. Y se aproximaba a una velocidad de vértigo.

Por suerte, los visitantes traían una propuesta.

–… respuesta afirmativa de la fragata «SryùtslŌ»… iniciar preparativos para evacuación parcial… capacidad de carga confirmada: 2000… llegada estimada… conversión a ciclos terrestres… 72 días.

Fin del mensaje. El caos. No quedó un instante para maravillarse ante la revelación de compañía ahí fuera, en algún punto del firmamento, ni para maldecir contra ella ni casi para el asombro, aún inevitable, mayúsculo. No había margen; la civilización terminó por colapsar tanto antes que sus líderes descolgaran los teléfonos. Con todo, el gobierno estadounidense consiguió acordonar Manhattan, mantener los disturbios al otro lado del río Este y asegurar un pleno de urgencia en la ONU, mientras los fuegos en Brooklyn hacían indistinguible el día de la noche.

Los mandatarios escoltados hasta la Sede Central llegaron alineados en bloque con apenas tres puntos básicos, que quedando maquillados en leguaje diplomático, venían a establecer: 1. Solo humanos (esto no es un pasaje bíblico, con el planeta mueren las demás especies). 2. No quedará asegurada la diversidad genética en su máxima extensión (sin plazas reservadas para esquimales, indígenas ni etnias de ninguna clase; lo que una nación decida preservar, tendrá que hacerlo a costa de sus asientos en la SryùtslŌ). 3. Cada Estado Miembro recibirá su parte proporcional y justa para asignar como libremente convenga.

Fue en este último punto, donde tenían que converger los valores con que cada cual entendía su «proporcionalidad y justicia», donde resbaló la ONU, condenada a pegarse un talegazo que le saltaría las costuras. Unos no aceptaron repartir la cuota en base a porcentajes de población; los otros rechazaron el indicador de desarrollo como baremo. Ambas facciones ignoraron de corrido las súplicas de los más débiles por fijar un mínimo de 5 asientos por Estado. Y en el Consejo de Seguridad estaban todos juntos y revueltos.

Tras un par de días de negociaciones, discusiones, amenazas y chantajes, la humanidad tuvo que asumir, de una vez, su poca inclinación hacia las soluciones razonables. Sea como fuere, si habían de enfrentar aquella amenaza en busca de una salida, hallarían un camino para ellos. Y lo harían a su modo. En contra del aviso de los visitantes, siempre atentos en órbita, dentro y fuera de la ONU la gente se empapó del espíritu más palomitero de Hollywood, quedando establecida una tregua general en la que reunieron recursos, enfrascados en la mayor hazaña de su historia. Esto resultó: cargar el mayor número de ojivas nucleares posibles en cada nave disponible, en una misión solo de ida para la que no faltaron voluntarios.

40 días tardaron en armar el proyecto… hacer los cálculos, preparar al equipo. Finalmente, sin rastro de la SryùtslŌ y con la amenaza avanzando, los ojos del mundo entero devolvieron con orgullo la vista hacia sí, hacia el lanzamiento de las 19 naves. Tokio, Pekín, Nueva Delhi, Dubái, Moscú, París, Londres y Washington, coordinaron la emisión escalonada según avanzaba el día. Cuando la rotación terrestre situó la base Kennedy de Florida en el ángulo correcto y sus naves se unieron al resto del convoy, que llevaba hasta 13 horas de adelanto, la Liberty ocupó el centro de la formación junto a la igual de imponente Zhùzhái, y escoltadas por el resto se prepararon para alcanzar máxima velocidad. Relojes sincronizados, el mundo coreó al unísono los últimos dígitos de la cuenta regresiva: 3, 2, 1…

Los visitantes, nada más que con una maniobra fugaz, sin esfuerzo, dispararon un haz de luz blanca hacia la Pодина, repleta de uranio y plutonio a la cabeza de la marcha, provocando una explosión en cadena que desató huracanes y maremotos, derribó los satélites y hasta las estaciones orbitales cayeron a tierra, aun a cientos de kilómetros de la tragedia. Las pantallas se apagaron, sin señal. Boquiabiertos, la población contuvo el aliento en un silencio sepulcral por el que se coló la voz de los visitantes. Por si la demostración de superioridad tecnológica no hubiera sido suficiente, el nuevo mensaje llegó, simplemente, hasta sus cabezas.

–…advertencias ignoradas… tiempo perdido… única opción de salvación… los 2000… tiempo restante: 29 días.

Fin del mensaje. La guerra. En la rapiña por las plazas, se vaciaron los arsenales. La certeza del fin del mundo arrancó de cuajo los escrúpulos sobre el uso de armamento químico, bacteriológico, lo peor que cada cual tuviera. Lo único que importaba eran los 2000. Solo que, sin satélites, los misiles apuntados a ojo, impactaban en cualquier punto indeterminado entre el origen y el destino (muchas veces en suelo propio). Se acertaba únicamente por saturación. Se lanzaron todos; murieron millones. Cientos de millones. La Tierra quedó convertida en un páramo venenoso en tan solo 15 días de conflicto. Sin embargo las élites habían quedado demasiado a salvo para aceptar una tregua, para repartir los asientos que, desde el principio, se disputaban solo entre ellas.

 Los visitantes, en un último intento, hicieron una pasada a baja altura dispersando una lluvia de hilos de plata. Lo que cayó repartido por la superficie no fue otra cosa que 2000 pulseras similares a estilizados relojes de titanio de cuyas esferas manaba una línea de luz ascendente. Los visitantes, de vuelta en órbita, decretaron que al término del plazo todo aquel que llevara una de ellas sería embarcado en la SryùtslŌ. Cualquiera podía hacerse con una, sin importar su condición ni clase. La luz que delataba las posiciones era inocultable, día o noche, al aire libre o bajo toneladas de hormigón y tierra, con o sin dueño. Los hilos de plata ascendían para ser descubiertos a decenas de kilómetros a la redonda… y la gente por todo el orbe se sintió aliviada por primera vez desde el día de la llegada. Se había impuesto una solución salomónica: la salvación estaba al alcance de la mano.

Últimos 14 días. El infierno. Los supervivientes de la guerra se vieron arrastrados entonces hacia una matanza palmo por palmo donde no cabía honor, lealtad ni patria. Las pulseras atraían a la gente hacia su propia perdición; los alrededores de cualquiera de ellas se convertían en auténticos coliseos sangrientos. Estar cerca era una invitación a la muerte. Llevar una, una sentencia segura. Los más astutos aguardaron cerca, pero ocultos, con un ojo en la presa y el otro en el calendario. Aunque cada día que pasaba era peor, hasta el punto que la carnicería librada con cuchillos, bates, armas improvisadas e incluso manos desnudas superó por mucho las cifras del conflicto anterior. La población se mermó hasta límites inconcebibles. Hasta que, al final, los 2000 especímenes más crueles, traicioneros y brutales se alzaron con el premio sobre una montaña de cadáveres. Y en el día 72, elegidos y condenados, alzaron la vista al cielo esperando que algo, no sabían qué, atravesara la capota venenosa que impedía ver las estrellas. Cuál pudo ser su sorpresa cuando vieron aparecer el asteroide, muy despacio, con sus retropropulsores aterrizando suavemente sobre la superficie. A una orden, las pulseras se clavaron en sus portadores inhibiendo en éxtasis sus cuerpos, listos para ser recolectados los 2000 mejores exponentes de la humanidad, juzgada y ya sentenciada indigna.

La SryùtslŌ había llegado.


Sergio Fernández

«La necesidad me aleja de la literatura, la vocación me devuelve a ella. Graduado en derecho; amante de los clásicos. La oportunidad de colaborar con mi amigo Santiago en un género que se aleja tanto de mi registro, resultó una tentación imposible de rechazar».

Leave a Reply

Your email address will not be published.