La mascota – Hugo Dávila Quilumbango

Ha estado extraña toda la semana. Para romper el hielo, la invité a su lugar favorito por unas bebidas, que llegaron con algo de tardanza. Empecé mi típica ronda de bromas lógicas, pero no conseguía animarla. Así que fui directo al grano:

–Te pasa algo?

Ella negó con la cabeza. Yo insistí:

–Si tienes algo que decirme, por favor, dilo.

Ella sorbió su bebida favorita y con tono severo, dijo:

–Quiero un humano.

Lo que yo estaba tomando se fue por la dirección equivocada, así que empecé a toser de forma escandalosa. Todos nos veían. Me repuse después de un largo tiempo.

–¿Un humano? ¿Dijiste un humano?

–Sí, dije un humano.

–Con que era eso –dije, pero mi tono dejó de ser conciliador–. ¿Por qué un humano? ¿Por qué no un perro o un gato que son más manejables?

Ella cerró ligeramente sus hermosos cinco ojos color miel, señal de que estaba molesta:

–Porque quiero un humano. Si quisiera un perro o un gato, pediría un gato o un perro.

Lógico, pensé, pero ella ignoraba que yo detestaba a los humanos. El solo pensar que una de esas criaturas estaría dejando sus huellas por toda mi cueva, me erizó el caparazón. Tenía que hacerla cambiar de opinión, así que pensé en hacer uso de la efectiva lógica del miedo.

–Ark, cariño mío –le dije–. ¿Sabes que los humanos intentaron acabar con su propio planeta en apenas tres siglos? ¡Tres siglos, amor! ¿Qué animal es tan estúpido como para destruir su propia casa en tan poco tiempo? ¿Te imaginas lo que le podrían hacer a nuestra hermosa cueva?

Si algo amaba ella, más que su propia vida, era su hermosa cueva; diseñada y construida con planos originales de Garca, la mejor diseñadora de interiores del sistema interplanetario. Así que agregué:

–No conformes con intentar destruir su propio planeta, a pesar de las advertencias, desarrollaron armas nucleares, tan fuertes, que de explotar todas al mismo tiempo, sacarían de órbita a su propio planeta. Si no hubiéramos llegado nosotros para desactivarlas, ni siquiera estarían aquí. Los humanos son destructivos por naturaleza, una verdadera plaga.

Cuando llegamos a la tierra, tuvimos sólo dos opciones: extinguirlos para siempre, porque eran muchos, o, tenerlos de mascotas. La decisión fue difícil, así que hicimos ambas cosas. En el lapso de un mes, eliminamos a miles de millones de ellos con un virus en el agua, algo que tampoco cuidaban. Solo quedaron unos pocos millones, todos cachorros, y los convertimos en nuestras mascotas.

Ella demoró su respuesta, señal de que mi argumento había anotado un puntazo. Parecía una discusión fácil de ganar, pero ella contratacó:

–Sorf, contéstame algo: si los humanos te parecen tan destructivos, ¿por qué escuchas su música?

–¿Cómo dijiste?

–¿Por qué si son tan malos los humanos, escuchas su música? Ayer, te pasaste toda la tarde tarareando el Concierto N° 3 de Brademburgo.

Me quedé en silencio. Su argumento era sólido, lo que me hizo recordar la razón principal por la que la escogí como pareja. Reconozco que hay algo de hipnótico en la música de los humanos. Lo mismo me pasó con Mozart y Vivaldi. Hace algunos días, Kork, un amigo del trabajo, me hizo escuchar algo que los humanos llamaron pasillo. Lo tarareé por una semana entera. No supe qué responder. Estaba acorralado.

Ella agregó:

–¿Has visto sus pinturas? ¿Sus museos? ¿Sus bailes? ¿Has probado su comida? Ellos descubrieron el café, en sus diversas formas. ¿Quién de nosotros no toma café ahora? No todo fue tan malo.

Ella extendió una de sus doce patitas y me tocó la cara.

–¿Por qué no lo intentamos? Yo también era reacia en aceptar que los humanos pudieran ser adorables. Además, es solo un cachorro. ¿Qué tan destructivo puede ser? Apenas tiene nueve meses. La dueña de la tienda de mascotas me dijo que podría darme un buen precio por él. Piénsalo, cariño.

Hace un año llegaron los resultados del Centro de Reproducción. No podíamos tener crías. Y el problema, según los análisis, no era yo. Eso la devastó. Caminaba por la cueva arrastrando sus antenitas y poco a poco empezó a perder pelo. Mudó seis veces de caparazón. Los especialistas sugirieron reemplazar el objeto de deseo, un loro, un canario o un ratón; pero nunca imaginé que se fijaría en un humano. ¿Qué podía hacer? Ustedes que me conocen bien, saben que sería incapaz de hacerle daño. Quería verla sonreír, escuchar su conversación. Extrañaba todo eso en la cueva desde que nos dieron los resultados. Le di una ligera esperanza cuando me refregué los ojos.

–Está bien. ¿Dónde lo viste? –le dije.

Su cara se iluminó:

–En la tienda de mascotas Milastic, a cuatro calles de aquí.

–Mañana iré a verlo. No te prometo nada.

Después de haberle dicho eso, ella no paraba de hacer bromas y sonreír. Pidió varias bebidas más y me regaló una noche memorable.

* * *

Al día siguiente fui hasta la tienda de mascotas Milastic. Hablé con la dueña y me indicó al pequeño humano. Era de color cobrizo, tenía el pelo ensortijado y medía unos 80 centímetros. Estaba bien alimentado y parecía limpio.

–¿Quiere cargarlo? –me preguntó la dueña de la tienda y fue hasta el escaparate de exhibición.

Cuando me lo trajo, yo tenía los pelos de las patas completamente erizados. Sentí un estremecimiento en todo el cuerpo cuando me dio al humano para que lo cargase.

–¿Se encuentra bien? –me preguntó la dueña de la tienda, después de algunos segundos.

–No tanto –le respondí con mi cara comprimida por el asco–.. No soporto a estas criaturas.

–Le entiendo perfectamente. A mí me pasaba exactamente lo mismo, pero luego uno se acostumbra. Son animales muy interesantes. 

Otro cliente atravesó la puerta de la tienda. La dueña se excusó por un momento y me dejó con la criatura entre mis patas. Los humanos suelen llorar mucho, pero cuando esta criatura me vio, no emitió ninguna señal de molestia. Sus grandes ojos negros, cargados de pelos me veían con asombro. Su boca, tan pequeña y en forma de corazón, intentaba decirme algo.

–¿Qué me ves estúpido insecto? –le dije, con mi entrecejo fruncido.

El pequeño humano empezó a reír.

–Eres un bicho desagradable. ¿Sabías?

Volvió a reír. Fue tanta la risa que se le escapó un gas bastante sonoro y apestoso de sus entrañas. Ambos reímos a carcajadas. Así empezamos una relación algo extraña. Yo le decía insultos y él se reía. No me di cuenta, pero estuvimos así por quince minutos. El tiempo pasa volando. La dueña de la tienda se acercó hasta mí.

–¿Me permite? –dijo señalando al humano–. Este cliente también quiere verlo.

Entregué al humano con un poco de recelo. El otro cliente empezó a examinarlo por todos lados, como si fuera una piña. Eso hizo que el pequeño humano empezara a llorar.

–No tiene cortado el rabo –dijo el otro cliente–, ni las orejas. ¿Cuánto pide por él?

–100 snaps –dijo la dueña de la tienda–. No es precio fijo.

–¿Está esterilizado?

–Es una norma del distrito central esterilizar a todos los humanos que sirven de mascotas.

El otro cliente hizo una mueca de fastidio.

–No importa, cuando crezca lo usaré como animal de carga.

–Es un animal bastante ruidoso –le dije yo, que estaba en el medio de

la negociación–. Además, huele horrible. No se lo lleve. No vale la pena.

El otro cliente aseguró que no le molestaba en absoluto el ruido que el pequeño humano hacía al llorar. Al contrario, afirmó que el llanto le calmaba los nervios y que el olor, para nada le incomodaba. Yo puse cara de enfado.

–¿Podría dejarlo en paz? No le gusta que lo zarandeen. Devuélvamelo, por favor.

El otro cliente dijo no con la cabeza. 

–Le doy 150 por él –le dije a la dueña de la tienda.

–Yo le doy 200 –dijo el otro cliente.

Ella miraba hacia ambos lados. El pequeño humano no paraba de llorar, y eso, para serles sincero, rompió mis dos corazones.

–500 snaps –le dije a la dueña de la tienda.

–1.000 snaps –dijo el otro cliente, mientras sacaba su billetera.

Yo iba a hacer otra oferta más grande, pero recordé que no tenía esa cantidad en mis bolsillos. Se me ocurrió otra idea:

–Amigo, podemos estar así toda la tarde. Este animal no cuesta tanto. Le sugiero algo… ¿Por qué no dejamos que el humano decida? Póngalo en el suelo y veamos hacia dónde va.

–De acuerdo –dijo el otro cliente que se sentía retado.

Puso al pequeño humano en el suelo. Apenas sintió la superficie fresca del piso, el humano dejó de llorar. El otro cliente y yo nos pusimos a corta distancia de él y lo llamábamos con gestos amigables y un sinnúmero de diminutivos. La dueña de la tienda de mascotas nos miraba con asombro. El pequeño humano se puso en cuatro patas y empezó a gatear con dirección hacia al otro cliente. Pensé rápido:

–Eres una sabandija apestosa –le dije al pequeño humano. Se detuvo. Mostró sus dos nacientes molares y cambió la dirección hacia mí.

–Que lo disfrute –me dijo el otro cliente, y salió de la tienda de mascotas azotando la puerta.

–1.000 snaps, por favor –dijo la dueña de la tienda y extendió una de sus doce patas.

Pagué.

–¿Se lo empaco? –preguntó.

–Así está bien –le respondí.

Me explicó a detalle cómo debía cuidarlo. Compré todo lo necesario y salí de la tienda con rumbo hacia mi cueva. “Ark estará feliz de vernos”, pensé.

* * *

En el camino nos hicimos aún más amigos. Yo lo insultaba y él se reía a carcajadas. Mientras más rebuscado era el insulto, más risa le provocaba. Cuando llegamos a la cueva, Ark caminaba de lado a lado. Mordía, cada cierto tiempo, las pezuñas de sus patas.

–Aquí está –le dije con una gran sonrisa.

Ella extendió sus doce patitas y agarró al humano con tal ternura, que, sin quererlo, se me escaparon algunas lágrimas. Sin embargo, el pequeño humano la rechazó y empezó a llorar de forma desconsolada. Ark insistió con frases cariñosas, pero el humano la seguía rechazando. Para colmo de males, el pequeño humano extendió sus dos regordetas manos hacia mí, lo que la desmoralizó por completo. Me entregó al pequeño humano con los ojos cargados de lágrimas y se fue hasta el dormitorio para que ninguno de los dos la viera llorar.

–¿Si ves todo lo que has provocado? –le dije al humano, con tono de reproche y lo puse sobre el suelo–. Ahora quédate aquí y no hagas de esto un desastre.

Fui hasta el dormitorio. Ark se hizo un ovillo. Le dije que no lo tomara como algo personal. Al final era sólo un cachorro. Todavía no sabía manejar sus emociones. Le pregunté si quería que lo devolviera a la tienda. Me respondió que no, que no había necesidad. Ya más calmada, me preguntó cuánto me había costado. Le respondí que 1.000 snaps. Ella se escandalizó por el precio, pero le aseguré que era lo de menos. Era un buen humano y valía cada centavo. «Pero no le agrado», me dijo ella, así que le di algunas sugerencias:

–En primer lugar, debes evitar a toda costa, usar frases cariñosas, cargadas de diminutivos. Eso le aturde. A este pequeño humano le encanta que lo insulten.

–¿Estás hablando en serio?

–Sí. Hagamos una prueba.

Nos acercamos al pequeño humano, quien ya trataba de pararse en sus inútiles dos patas y Ark le dijo:

–Humano malo.

El pequeño volteó la cabeza para verla. Ya era un paso, aunque pequeño.

–Apestoso humano, bueno para nada –volvió a decir ella, esta vez con más energía.

El humano se puso en cuatro patas y empezó a reír. Ella estaba que no soportaba de tanta dicha.

–Ven para acá, sucia escoria lampiña.

Y el pequeño humano avanzó hasta sus doce patas entre risas adorables. Con sus diez deditos le pidió que la cargara. Ella lo abrazó y remató sus insultos con un cálido abrazo.

–Eres una criatura insoportable.

El pequeño humano no paraba de reír. Eso enterneció tanto a Ark, que luego me preguntó:

–¿Por qué reacciona tan bien a los insultos?

–No es de sorprenderse –le expliqué–. Estos animales eran tan frágiles emocionalmente, que creían que, al hacer alusiones a la conducta sexual del otro, se sentirían ofendidos. ¿Qué nombre le vas a poner?

–No sé. ¿Qué te parece religión?

–Me encanta. Sí, tiene pinta de religión.


Hugo Dávila Quilumbango

Aborda temas complejos y cotidianos a través del humor. Sus cuentos han sido publicados en varias antologías: Cuentos para soñar con un Ecuador pospetrolero (2021), Desde otros ojos (2022), La condena (2023) y Entre risas y caos (2024). Es comunicador organizacional y activista por los derechos humanos.

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