La quietud del tiempo – Pablo Arellano

Frank Stewart, un negociante de bienes raíces, se encontraba de viaje. Su prisa y meditaciones sobre el trabajo le hicieron olvidar unos documentos importantes dejados en su escritorio. Tuvo que regresar luego de haber estado varias horas en la carretera. Llegó a su casa y sacó los papeles, y en menos de un minuto estaba de vuelta en marcha. Ya con los papeles en el auto, sus ojos le vencieron de a poco, sacaba su mano por la ventana para mantenerse despierto, pero todo era inútil. A lo lejos detrás de una cuesta pudo ver con vaguedad unas luces neón que titilaban. Se trataba de un hotel. Con alivio, parqueó el auto fuera del lugar. 

Parecía una casa de hacienda, alargada en la parte del frente, con una pileta en la entrada. Cuando entró recorrió brevemente con sus ojos el vasto espacio de la sala. Tenía una lámpara de araña en el centro de la bóveda, ventanales continuos en la parte posterior que, por la oscuridad y la niebla, eran poco útiles para deleitarse con el paisaje. Había un olor a humedad que parecía desprenderse de los muebles de la sala, y a hollín que seguro provenía de la chimenea. Al tocar la campanilla, pudo ver una figura asomándose por detrás de los vitrales de una sala contigua. Enseguida, un tipo escueto con un traje elegante se acercó mientras resonaban sus pisadas por todas las paredes frías del lugar. A Frank le pareció un fantasma, quizás era por la oscuridad de la noche y la neblina que en ese momento caía en el lugar; sin embargo, le resultaba familiar su cara. Le solicitó una habitación. El hombre, tan pronto dicho esto, chasqueó sus dedos y llegaron dos empleadas a llevar el equipaje de Frank. El mayordomo le dijo su nombre. Lo había pronunciado con una voz cavernosa de tenor, sin embargo, Frank lo olvidó enseguida dada su indiferencia habitual. El mayordomo invitó a Frank a cenar con ellos una vez se hubiera acomodado en su habitación. Frank se rehusaba a asistir por el cansancio de viaje que sentía. Pero la insistencia del mayordomo al mencionar los platos que se servirían terminó por convencer a Frank y, sobre todo, a su estómago que se retorcía en ese momento.

Llegó a la mesa iluminada por solo la lumbre de una débil vela. Alrededor, colgados en la pared, se mostraban apenas visibles en la oscuridad, cuadros de pinturas que provocaban cierta tristeza inexplicable en él. Se acomodó en la silla y pensó en la travesía que le esperaba al día siguiente como consecuencia de haber dejado los papeles en casa.Pensaba en sus clientes que lo esperaban para cerrar un importante negocio. Frank siempre se había destacado por su puntualidad y seriedad ante ellos. Esta vez por un descuido, había roto esta cualidad tan intachable. 

Sus cavilaciones se interrumpieron por el sonido de platos acercándose. De repente, aparecieron tres empleadas más de las que había visto antes. Todas llevaban largas charolas cubiertas. Se movieron de un lado al otro de la mesa y destaparon el banquete. Todo se veía tan exquisito que Frank no estaba seguro por dónde empezar. Frank no pudo disimular la emoción de comer al fin, luego de tan cansado viaje. Primero fue una sopa: cada cucharada la tomaba con un placer casi secreto para disimular su hambre desmesurada. En su boca el sabor del culantro y la cebolla se iban tornando en algo indescifrable en su cabeza. Y de repente se vio como transmutado a días ya alejados en el tiempo. Tal cual como cuando su mamá preparaba el almuerzo, y él le ayudaba a cortar el culantro en finos pedazos; un olor que perduraba aún después de lavarse las manos. Un ritual asumido por ambos, de tal manera que siempre que él entraba a la cocina antes del almuerzo, su mamá ya le había dejado la tabla de picar en la mesa junto al cuchillo, la cebolla y el culantro. Tanto era así, que en alguna ocasión Frank había regresado de jugar con sus amigos justo a la hora de almuerzo y su madre no había picado la cebolla y el culantro en espera de que lo hiciera Frank. Luego, comían y se quedaban hasta después de comer hablando de canciones o nuevas comidas que podrían preparar juntos. Eran días que aparentaban no tener fin y que permanecerían en su memoria por toda la eternidad. Sin embargo, con el pasar de los años llegaron los estudios universitarios en otra ciudad y, con ello, el distanciamiento con su madre. Él nunca la llamaba, y era ella quien lo hacía para que, luego de pocos minutos, él mencionara que tenía algo urgente que hacer, algo que la mayoría de las veces era ficticio. Él siempre pensó que habría un momento para dedicarle a su madre, pero eso nunca sucedió, todo fue truncado por una enfermedad silenciosa que la fue atacando y dejando sin aliento repentinamente.

Puso la cuchara en la sopa, y se dio cuenta con sorpresa de que ya no había ni una gota. Se quedó con su mirada perpleja en el plato, todavía ausente por un instante. Era parecido a volver del estado de somnolencia al que uno se va entregando lentamente en la cama, pero sigue con los ojos medio abiertos.

Después, el mayordomo trajo el plato principal. Frank se mostró reacio a comer más, su mente seguía posada en lo que había sucedido. El mayordomo se retiró del comedor, y Frank se encontró de nuevo solo. Vio el nuevo plato: un corte de carne fino. Y como su hambre no se había saciado, rebanó un pequeño pedazo. Se lo llevó despacio a la boca. Lo masticaba y engullía con gusto, estaba jugoso por dentro, justo como le encantaba a él. Para su tranquilidad, no sucedió lo mismo que con la sopa. No había recuerdos ni imágenes de otros tiempos. De la oscuridad salió una empleada con una botella en su mano. Se acercó, ignorando el saludo de Frank. Le sirvió una copa de vino y se retiró al instante. Frank observó la escena en silencio, y cuando la empleada se marchó tomó un bocado de vino. En sus labios las gotas fueron transfigurándose en una noche trágica. La cita con Carolina. Había ordenado vino para apaciguar los nervios de aquella noche. Era esta la ocasión en que él le iba a proponer matrimonio. Estuvieron juntos por alos, y eso era apenas un paso más en lo que parecía ser su destino. La decisión había sido tomada después de muchos días e interminables horas. Sin embargo, esta decisión conllevaba al sacrificio de algo que él siempre había anhelado, el trabajo en bienes raíces que lo llevaría de un lado a otro del país, sin encontrar nunca una vida de familia estable. Los nervios no dejaban que el sudor se secara por completo de sus manos. Similar al miedo que sintió una lejana tarde en la universidad cuando la invitó a salir por primera vez. Carolina había llegado ya, conversaron y terminaron de comer, pero nunca se escuchó la propuesta que Frank iba a hacerle. Se pospuso hacerlo la siguiente noche. Pero esa noche nunca llegó. 

Bajó la copa a la mesa y se quedó pasmado ante la escena que había presenciado una vez más. Su mente se revolvía con tantos pensamientos que afluían con estrépito. Vino a sus ojos la imagen del anillo guardado ahora en un cajón olvidado de su casa. De repente, apareció el mayordomo por la puerta de la cocina. Sus ojos se encontraron en silencio en medio de la luz de la vela. Frank estaba alejado de la mesa, ensimismado. No sintió entrar al mayordomo. Le preguntó si todo estaba bien. Frank no reaccionó. Una vez más el mayordomo le hizo la misma pregunta acercándose con pasos lentos hacia la mesa. Sí, le dijo, después de una breve pausa. Y le preguntó con mucho interés sobre cuál era el vino que le habían servido. El mayordomo respondió que era una reserva de un vino de Castilla, y le mencionó el lugar exacto de dónde era. Frank quedó asombrado ante tal afirmación. Si bien recordaba, ese era el mismo lugar de donde había salido el vino compartido con Carolina la noche de su propuesta ilusoria. Frank comentó que el vino le recordaba a una persona muy especial, y esbozó una sonrisa triste en su rostro. El mayordomo retiró los platos. Al acercarse a tomar los platos, Frank pudo ver su rostro de cerca. En ese instante a Frank le pareció ya haber visto esa cara antes, pero con tantas cosas en su cabeza le era difícil saber dónde. Vio desvanecerse su silueta en la oscuridad. 

Con pasos lentos volvió a su habitación. En el camino empezó a dudar si quedarse más tiempo en ese hotel. La comida le había saciado, pero su corazón se había cargado con la aflicción del recuerdo. La ausencia de huéspedes en el hotel agudizaba su estado de soledad. Su corazón no se tranquilizaba. Sintió deseos de salir en ese momento del hotel y continuar su viaje, mas el peso de su cansancio le impedía cualquier intento por hacerlo. Se dio por vencido, siguió su recorrido por el pasillo iluminado por débiles lámparas.

Ya acostado en medio de la penumbra, seguía pensando en la cena. Sus ojos no encontraron una estrella o la luna en la oscuridad de la ventana. Lo ocurrido durante la cena, no era simplemente un recuerdo que se había posado en sus ojos, más bien era como revivir lo recordado. La explicación que se sugería a sí mismo era que el cansancio tremendo le había ocasionado esa sensación. Trajo a su cabeza lo que debía hacer al día siguiente: salir de inmediato para no perder el negocio con sus clientes. Estaba pensando en los papeles que debían estar en su auto y los últimos ajustes para cerrar el negocio. Sin embargo, en medio de estas serias meditaciones, recordaba a su madre y a Carolina, por más que él se esforzaba en hacerlas a un lado. En esta disputa encontró la pasividad del sueño.

Al siguiente día, Frank se despertó por el sonido de la lluvia y por la luz azulina que parecía eterna en aquel refugio. Apenas podía acordarse de lo ocurrido la noche anterior. Vino a su cabeza el viaje que había dilatado. Todo se tornó claro en su cabeza. Se alistó y, en menos de cinco minutos, estaba en la puerta de entrada. Canceló el dinero de la habitación y salió. Metió sus maletas en la cajuela y subió al auto. Pero, al intentar encenderlo, el carro no cedía, y solo bramaba el motor. Su angustia recorría sus manos mientras no se rendía por echar a andar el auto. Se lamentaba con su cabeza y brazos encima del volante. De repente, sintió que alguien lo observaba. Alzó la cabeza, junto a su ventana estaba el mayordomo. La primera reacción de Frank fue alejarse en el auto sin ninguna explicación, pero, como volviendo en sí mismo, se calmó y bajó la ventana. El mayordomo le dijo que se quedara hasta arreglar su auto. Le mencionó que el hotel tenía un mecánico de confianza. Frank no vio otra opción, pero de todos modos sentía un enorme deseo de irse de ese lugar. Era parecida a la sensación de cuando él era niño y lo dejaban en casa de sus primos por varias semanas, y solo quería regresar a su hogar.

Entraron al hotel. El mayordomo llamó a una de sus empleadas y le explicó las diligencias a tomar para ayudar a su huésped, o eso es lo que pudo suponer Frank al verlos apartados conversando en un rincón. Luego, se acercó a Frank, dijo que sabía lo que podría hacer para calmar los nervios. Lo llevó a un salón apartado en el pasillo del hotel. Abrió la puerta con el rechinar de sus goznes. El salón, oscuro a primera vista y oloroso a polvo, se iluminó apenas. Movió un switch al lado de la puerta. Estaba repleto de varias lucecillas rojas, amarillas y verdes que se estremecían como estrellas titilantes en el cielo. Sus ojos recorrían con avidez cada rincón del lugar: un salón lleno de juegos. Un pinball, un mini-hockey. Sus ojos brillaban de emoción y sorpresa. Lo que más le llamó la atención era un pequeño futbolín en uno de los rincones. Se acercó. Sujetando uno de los mangos de los jugadores, se encontró con un deseo absurdo de jugar. Le pidió al mayordomo que se pusiera al otro lado. Empezaron a jugar. El sonido de los jugadores pateando la bola de arriba abajo, y el sonido de la pelota entrando en el arco lo descolocaron. Siempre era su contrincante, él, su hermano. El ganador de los juegos siempre era el hermano mayor de Frank, y esta no era la excepción. Su mamá los había llamado a almorzar hacía unos minutos, pero ellos siguieron en su juego. La bola subía y bajaba por la cancha inclinada, los movimientos de Frank eran más suaves y lentos que los de su hermano. El otro, le daba ventaja de acercarse un poco al arco, pero siempre lograba atajar la bola o detenerla con un defensa. Luego solo era cuestión de disparar y casi siempre era gol. Aunque a veces Frank ganaba; creía que, en aquellas ocasiones, su hermano lo dejaba ganar.

Soltó el mango del futbolín como intentando zafarse de un hechizo. Miró al mayordomo con sus ojos bien abiertos, trataba de encontrar a su hermano tras ese mocasín, y ese pellejo arrugado. La impasibilidad en la mirada del mayordomo lo perseguía en silencio.

Habían sido tres reminiscencias que pasaron en ese lugar. Cosas de las que Frank vagamente se acordaba. Las dejó atrás en el tiempo y no las quería volver a avivar. Pero no era un mero recuerdo que asomaba por su cabeza. Era algo más, como volver a sentirlo. En la cena, se había ausentado por un instante del presente, y regresado a cuando de niño con su mamá. Luego, el vino; la desgracia de tan terrible cita de matrimonio la vivió de nuevo, sintió el sudor e incertidumbre de aquellos minutos interminables de espera por Carolina. Y jugando futbolín, había revivido esos momentos de diversión con su hermano, cuando lo único importante en el mundo era el partido de futbolín, no existía el resentimiento de adultos, quizá solamente el de niños que a uno se le alivia después de pocas horas.

El silencio fue interrumpido por la voz de una de las empleadas que llamaba al mayordomo desde el pasillo, el cual se retiró del salón al instante. Frank quedó solo en medio de las luces y melodías de todos los juegos que lo habían hecho feliz de niño con su hermano. De adulto, eso había cambiado. Su hermano no encontró el éxito como Frank. Una tras otra desgracia lo sucumbieron, y apenas reunía dinero para pagar el alquiler de su cuarto. Alguna vez, en su desesperación, pidió ayuda a Frank, pero este no lo ayudó de inmediato, diciendo que las cosas fáciles nunca perduran. A pesar de ello, en las primeras ocasiones lo socorrió, pero la holgazanería del otro lo llevaba a desaprovechar estas oportunidades. Aunque ahora Frank pensaba que quizá pudo haber hecho más por su hermano, todo era inútil. Existía una barrera de desprecio y resentimiento alzada entre los dos, algo que para dos hermanos orgullosos no tiene remedio.

Enseguida apareció el mayordomo en el dintel de la puerta, le dijo que su auto ya había sido reparado y otra vez se esfumó.

Frank salió del salón de juegos con deseos de olvidar lo ocurrido. Todo era en vano, el efluvio estrepitoso de tan dolorosas imágenes a su cabeza, lo tenían mareado, con deseos de estar solo. Eran años que él había ignorado esos otros tiempos, esas personas antes tan amadas y ahora arrinconadas en el cajón del olvido. Sentía que esos inútiles actos de ignorar el pasado durante tanto tiempo solo habían conllevado a que, en ese instante, todo estallase; y lo hiciera caer hasta lo más hondo de su miserable existencia.

Frank se olvidó de sus negocios, sus clientes e incluso sobre qué rayos hacía él ahí. Solo quería irse, su corazón no soportaba un segundo más en ese hotel.Caminó hacia la salida, sus ojos desorbitados, la mano en la cabeza agarrándose el pelo. En un cuarto encontró al mayordomo y las otras empleadas reunidas. Entró sin razón, pero poseído por la escena y una posible respuesta a todo lo que le pasaba. El mayordomo le pidió que se acercara. En la mesa estaban fotos nunca tomadas de él en diversos momentos de su vida, e incluso estaban los cuadros de pintura que había visto en el comedor, eran representaciones de las escenas revividas en la noche y mañana en el hotel. No se lo podía explicar. Alterado preguntó qué era semejante broma. El mayordomo le dijo que ellos eran sus ayudantes. Y, luego de una pausa, le dijo tus ayudantes para mostrarte la quietud del tiempo. Puedes pretender olvidar y tapar el pasado, Frank, le dijo, pero tarde o temprano te atrapa. Tú eres por completo tu pasado. Todos le sonreían a Frank sin bajar o desviar sus miradas de él. El mayordomo se acercó y posó las manos en los hombros de Frank. Lo pudo ver como nunca. Parecía el rostro de su hermano con arrugas. Se frotó los ojos, resultaba ser otra persona, pero con retazos de su hermano. Frank se sacudió y soltó de los brazos del mayordomo mientras este sonreía como si todo fuera parte de un juego de niños.  Se alejó a paso lento primero y luego corriendo. Subió a su auto con prisa. Veía con pavor el hotel mientras encendía el auto. En las ventanas asomaban las caras de los empleados entremezclados con rostros de Carolina, su mamá, su hermano. Todos le sonreían. Frank aceleró y dejó atrás el hotel. Creyó que alejándose de ese lugar, esas personas de otras épocas no volverían. No sospechó que él mismo los llevaba siempre en su ropa, en los perfumes que utilizaba, en las cosas que leía y en los platos que comía.


Pablo Arellano

Con una tardía iniciación lectora, le gusta inspirarse en lo que le cuentan sus amigos y familia. A veces escribe poemas fortuitos que se le ocurren al estar caminando o en los ratos de soledad. “La literatura me ha enseñado cosas que la vida misma no ha podido”, tiene escrito en su libreta. Actualmente reside en Copenhague, haciendo su PhD en geoquímica.

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