La culpa es del capitalismo – Gabriel Romero de Ávila

A ver, siendo sinceros, yo no tengo la culpa de esta historia, y no es por mirar para otro lado, pero ¿cómo me iba a imaginar que esas ropas estuvieran malditas? Nunca he sido una persona creyente y no he ido a misa desde que hice la comunión, y vale que alguna vez estuve en la consulta de una adivina a que me echara las cartas, pero nada que ver con esto. ¡Que estamos hablando de voces que se te meten en la cabeza y hacen que te quites la vida!

Luego he estado indagando sobre la gente que estuvo en contacto con esa partida de ropa, y lo que descubrí da bastante miedito: uno se pegó un tiro delante de sus trabajadores, a otro se lo llevó por delante un camión en plena carretera de La Coruña y también supe de un tipo de Orense que se tomó una caja entera de Orfidal y se ahogó en la bañera. Que te puedes imaginar la pinta que tendría cuando lo encontraran. Vamos, una maravilla esto. Y sé que puede parecer que todas son coincidencias y que habrá muerto mucha más gente de la misma forma y nadie dirá que fue por esto, pero en serio que no, que es de la ropa. Que hay fantasmas dentro y tienen muy mala leche.

Y yo de verdad que no sabía nada, es que ni la más mínima idea. A mí me la vendió un buscador de objetos exóticos, el que después se pegó un tiro, así como un mes después de que habláramos. No era un buen tipo, en realidad yo estaba seguro de que traficaba con artesanía local de varios lugares del norte de África y por eso le ponía unos precios tan bajos, pero eso tampoco me importó nunca mucho. Si él pagaba o no los impuestos de otros países, no era un tema que me quitara el sueño, ya tendría que apañárselas cada uno con las autoridades llegado el momento. Los proveedores se buscaban la vida sin darme muchas explicaciones y yo, por mi parte, soy bueno haciendo papeles como si el envío hubiera sido plenamente legal. Me dijo que lo había sacado de uno de esos países africanos… Namibia o Fenicia o algo así… y es lo que puse en las etiquetas. Tan currado que ni Amancio Ortega se habría dado cuenta. Ya no le hice mucho caso al resto de la historia, pero creo que contó que había encontrado la ropa en mitad de la jungla, en una aldea abandonada que no era de nadie. Y yo me lo creí. O ni siquiera me pregunté si era cierto.

Claro, no dijo nada sobre el ataque de los mercenarios al poblado, eso bien se lo calló. Porque resulta que esa zona es salvaje y las aldeas están construidas sobre recursos naturales de un valor incalculable. Creo que hay minas de diamantes, la madera de los árboles es carísima y hasta han encontrado coltán o algo parecido, así que allí la gente se mata por hacerse con la tierra. Literalmente. Y encima tienen gobiernos que reciben tajada por hacer la vista gorda, así que me cuentan que hay pandillas de mercenarios que arrasan pueblos enteros en plena noche y nunca se vuelve a saber de esa gente.

Yo lo había visto en un reportaje de televisión —que no parezca que soy una persona insensible hacia esos temas, que a mí me preocupa cómo les va en África y me duele que lo pasen mal—. De hecho, oí que su propio ejército los desprecia y que sufren un racismo tremendo hacia la población negra, que es la del sur, frente a la población bereber,  que es la del norte, y que es la que, en definitiva, mandó el cargamento de ropa hacia aquí. Así que ya ves que las cosas no son tan sencillas.

Este poblado en concreto lo hicieron polvo, esa es la verdad. Atacaron de noche con gases tóxicos y casi todos murieron sin despertarse, así los mercenarios no tuvieron ni que pelear. Luego saquearon las cabañas, se llevaron todo lo que hubiera de valor, y entonces entraron las excavadoras. Levantaron el suelo, se llevaron por delante las raíces de los árboles y quemaron todo lo demás. Se formó una columna de fuego que llegó a ser visible en varios kilómetros a la redonda, y así aprovechaban para atemorizar a las otras aldeas para que a nadie se le ocurriera plantear resistencia. Eran una fuerza del terror y la muerte, y lo que traían a ese lugar era el olvido.

Lo estoy contando y me da un escalofrío, que yo en esa época vivía ajeno a esta circunstancia salvo por lo que veía por la noche mientras cenaba. Y alguna vez hasta se me saltaron las lágrimas, pero también es cierto que no se me quitaba el hambre con estas cosas. Cada uno es cada uno, y yo no vengo aquí a contar mis miserias, pero problemas tenemos todos. Yo lo veía y lo sentía mucho, es la verdad, pero luego me tomaba un yogur y me iba a la cama tan tranquilo.

Al menos hasta que compré la dichosa ropa. Ahí fue cuando me empezaron las pesadillas y dejé de dormir bien, que era algo que no me había pasado en la vida. Cerraba los ojos y veía la pala de la excavadora impactando contra los hogares, derribando las estatuas ancestrales de los guerreros negros y arrancando del suelo los tesoros que habían ido a buscar. También veía a blancos que talaban árboles sagrados, que envenenaban el río o echaban sal en los campos para que nadie pudiera volver a asentarse allí. Al principio creí que eran imágenes que había sacado de la televisión, por lo que decidí que no vería más esos reportajes antes de acostarme y me pasé a los programas de humor con famosos, que eran malísimos, pero al menos no me hacían pensar. Y, sin embargo, no dejé de tener sueños terroríficos sobre el final de la aldea.

¿Cómo podía sentir esas cosas, sufrir de esa manera por el destino de un pueblo que —seamos sinceros— no me importaba demasiado? Cada noche parecía que era yo el que estaba muriendo por culpa del ataque de los mercenarios, el que ya no se iba a levantar por la mañana. Lo pasé realmente mal en ese tiempo. Vivía con la tristeza metida en los huesos, me levantaba angustiado y sin la más mínima esperanza. Más de una vez pensé en quitarme la vida, porque eso no había persona que lo resistiera. Ahora entiendo lo que debieron de pasar el tipo de Orense y el camionero, y sobre todo el que se pegó un tiro, que había orquestado todo el asunto del ataque a la aldea.

Pero una noche lo vi claro. En mis sueños aparecieron las mismas ropas que había comprado al por mayor, y con las que estaban vestidos los habitantes del poblado. Al principio solo me habían parecido unas telas bonitas e incluso pensé en mandar que las cortaran y venderlas al peso. Tuvieron que ser sus propias voces las que me explicaron el enorme poder que albergaban los hilos, la magia que se desprendía de esa mezcla de colores y lo que representaban los símbolos. No eran solo círculos o espirales brillantes plantadas en el pecho, la espalda, las mangas o incluso en el forro, sino que eran el propio universo que nos rodea, los espíritus de la naturaleza, el pasado y el futuro. Descubrí de esta forma que en la sangre de cada ser vivo está escrita la historia entera de su pueblo y también la de los pueblos que hubo antes que el suyo. Comprendí que los seres vivos hacen que el mundo siga girando y que el cosmos que llevamos en nuestro interior es un reflejo del que nos observa desde las estrellas.

Una belleza. Una auténtica maravilla. Parecía increíble que hubiera tanta sabiduría en aquel puñado de negros muertos, y que hubieran sido capaces de guardarla en su ropa. No me extrañaba que se hubieran negado a irse de la aldea cuando se lo ordenó el ejército y que estuvieran dispuestos a plantarse frente a cualquier enemigo. Al fin y al cabo, la tribu no tenía ningún otro lugar al que ir. Ese era su hogar desde que sus ancestros caminaban por el mundo. ¿Qué iban a hacer, sino quedarse allí? De modo que prefirieron unirse a la tierra antes que vagar sin destino.

Pude verlo todo en mis sueños: se reunieron en un altar más antiguo que su propia cultura, una piedra plana que nadie sabía quién la había instalado allí, pero que sin duda había servido para esa misma función desde hacía siglos. En su superficie había tajos producidos por armas que ya no existían, y aún podían verse manchas de sangre de épocas remotas. Allí fue donde el pueblo rezó a sus dioses una vez más, la última después de tanto tiempo, y entregó cada alma a un espantoso ritual de sangre por sangre. La venganza que llegaría a través de las eras, y que cruzaría mares y desiertos para obtener sus fines más allá de la barrera de la muerte. Las viejas rieron solo de pensarlo. Iban a enseñar una lección a los soldados blancos que querían sus riquezas y, cuando se dieran cuenta de lo que estaba pasando, ya sería demasiado tarde.

Cada cual vistió su mejor ropa y se entregó a los efectos de los gases mortales, y después los mercenarios se la quitaron para venderla al Primer Mundo y completaron la maldición.

Las vestimentas rituales no habían aparecido solas ni en ninguna aldea abandonada, sino alrededor de los cuerpos de aquellos que las habían tejido. En su patria, con sus dueños, que los blancos habíamos profanado.

Me da vergüenza reconocer ahora que yo no había querido saber nada de su origen. Podía haberle preguntado a ese tipo y averiguar dónde y cómo se había hecho con aquellos ropajes exóticos, pero en mi cabeza ya estaba calculando el precio que les pondría y lo demás era superfluo para mí.

Las voces me lo aclararon. Algunas eran pequeñas y agudas como el canto de un mirlo, otras parecían el bramido de un toro, y las más confusas, el vuelo de una pluma en el viento. Me hablaban sobre todo por las noches, pero a veces también de mañana, en el intervalo de tiempo en el que aún no me había acabado de despertar. Me contaban historias acerca de su valle, sus montañas y su río. Me explicaban a qué sabían sus frutas, cómo olían las tardes de verano o el tacto de la piel de sus hijos al final del día.

Estaban todos allí, las almas de todos los seres que habían participado de una forma u otra en el tejido: los árboles ancestrales, los pájaros que anidaron en ellos, los guerreros que cortaron sus fibras para que crecieran más fuertes y las ancianas que elaboraron las tinturas. También los niños que cantaron a su lado durante esos actos y las jóvenes casaderas que estrenaron las vestimentas rituales mientras danzaban en torno a la hoguera. Todos ellos habían puesto un fragmento de su alma en aquellas telas brillantes. Todos ellos formaban parte de la magia de la vida, que impregna los objetos que nos rodean. Ahora lo entiendo. Qué ciego he estado.

Por suerte para mí, la tribu aún no había completado su venganza. Después de muchas conversaciones, logré hacerles ver que yo no era más que un intermediario en una larga cadena que, en realidad, era la culpable de su estado. Les expliqué hasta qué punto yo era solo un eslabón más en esas líneas comerciales que cubrían medio mundo, y que, por lo tanto, el verdadero culpable era el capitalismo, no los que malvivíamos a su sombra. Igual que antiguamente los suyos eran esclavizados por otras tribus rivales y enviados al norte en hileras de hombres y mujeres que cruzaban el desierto en manos de los bereberes —que todo eso lo vi en un reportaje, y así fue como entendí que el esclavismo de los pueblos negros lo habíamos construido entre todos—… e igual que entonces los metían en barcos negreros y los llevaban a América, o a Asia o a Europa… pues lo que está de moda hoy en día es su cultura, su ropa, su madera y su coltán,  así que las redes de comercio llevan esas cosas y no esclavos negros. La culpa es del capitalismo, no hay ninguna duda, y al final llegaron a entenderlo.

Las viejas fueron las más comprensivas. Reían como hienas ante la posibilidad de conocer lugares nuevos y de alimentarse de las almas de otras personas, en concreto de los blancos que tanto odiaban a los suyos. Por eso he enviado unas cuantas camisolas al mercado asiático, las faldas a los Estados Unidos y las túnicas largas a su distribución por Europa, con la promesa de que todos los que entren en contacto con ellas serán devorados por los negros. Es su manera de vengarse por la forma en que el capitalismo y la explotación de los recursos los llevaron a la miseria, la enfermedad, el miedo y la muerte, y ante estos poderes no habrá mercenarios que nos protejan haciendo el trabajo sucio.

Sé que algún día mi alma también estará allí atrapada, que no me libraré del castigo que me toca, pero han prometido que a mí me tratarán bien por los servicios prestados a la tribu.

Ahora el círculo se ha cerrado al fin y ya puedo volver a dormir tranquilo. Las voces se han calmado, porque han obtenido lo que buscaban y yo también. La tribu ha recibido la justicia que se merecía, y yo, de paso, el 30 % de comisión que me corresponde legalmente.


Gabriel Romero de Ávila

Escritor de novelas de aventuras, antologías, relatos, reseñas, artículos de opinión y otras creaciones semejantes. Autor de la trilogía de Nilidia, formada por las novelas NilidiamLa reina demonio del río Isis y El cazador de tormentas. Colaborador habitual del periódico digital Vigo É, de la revista literaria Inviable y de otras publicaciones.

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