Geranios Rosados – Marilú Nieto

Cuando mi madre cayó enferma, en su lecho de muerte, me tomó la mano y me dijo:

“Francesca, hay una razón por la que nadie se va de esta casa… Hace muchos años, durante una noche de tormenta, un forastero llegó a tocar nuestra puerta. Como tu abuelo era de corazón blando, además de bolsillo ambicioso, aceptó darle hospedaje. Traía una mochila en su espalda que no se la quitó durante la cena. A la mañana siguiente, como no salía de su cuarto, mi madre me mandó a llamarlo. Al abrir la puerta, lo encontré tirado en el piso. Empecé a gritar, vinieron mis hermanos y papás. Todos mudos, todos quietos lo vimos, aún con su mochila. Mi padre la tomó y al abrirla, vio que estaba vacía, pero tenía un panfleto con su foto:

Se busca por robo de 12 Kg de oro del Banco Central.

”El forastero tenía las botas llenas de lodo, mezcladas con restos de flores de geranio rosados que teníamos en el patio trasero, nunca lo olvidaré. Mis papás lo acababan de entender, mis hermanos y yo entendimos luego de algunos años. Y es que… hay un tesoro escondido aquí.

”Nos pidieron que no habláramos del tema nunca más. Enterraron al desconocido bajo las mismos geranios rosados que encontraron en sus botas, con todo y mochila. De su existencia no quedó más que un recuerdo, pero a partir de ese día, el patio de atrás se convirtió en un campo de batalla lleno de fortines y hoyos profundos. Tu abuelo que siempre fue centrado, se dejó cegar por la ambición. Estaba seguro de que ese tesoro estaba en su jardín, luego de su trabajo habitual, antes de que se ocultase el sol, salía al jardín con pala en mano, arremangado, y con sus botas viejas del ejército. Solicitó que sus tres hijos varones le ayudaran, pero a la semana ya se habían peleado a puño limpio y palazos, con pretexto de que el que encontrara el tesoro no les diría a los demás y huiría.

”La abuela insistió en que no los metiera en su psicosis y así fueron absueltos de estas tareas. Tu abuelo cavó surcos, a lo largo del jardín, los cuales estaban espaciados 30 centímetros entre ellos. Luego de lo que fue una jornada de casi un año y de no encontrar nada, llegó a la conclusión de que el oro debía estar en los 30 cm de espacio de tierra que dejó entre surcos. Así empezó otra jornada anual, cavando la tierra que no había removido. En el verano de ese año, ya casi había terminado cubriendo toda el área del jardín.

”Pero un día, el fuerte sol, le causó un desmayo, cayó sin que nadie se diera cuenta y se dio un golpe en la cabeza con una piedra de las que había sacado. Tu abuela que ya se había ido a dormir y lo encontró al siguiente día desparramado en el piso y con la sangre seca en las sienes. Enterró a su esposo en uno de los tantos hoyos que él mismo hizo. Tu abuela prohibió continuar con ese cuento, que había matado a su marido. El jardín volvió a florecer, se plantó un huerto de tomates y más geranios rosados, pero de vez en cuando se encontraba tierra removida y lodo en los zapatos de los hermanos”.

Después de unos días de contarme el relato, mi madre falleció. Ella era la única en esa casa a la que yo amaba. El hecho de contarme esta historia justo antes de partir, me dio la sensación de haberme dejado una tarea. 

Crecí en la casa familiar con mi abuela, tíos, primos. La casona era grande y antigua. Se escuchaban melodías nocturnas coreadas por el cemento corroído de las paredes que se caían a pedazos, las tejas del techo que permitían goteras a montones, la madera del piso crujiente y las ramas de los arupos que movidos por un ventarrón, golpeteaban los vidrios. Mis primos mayores solían amedrentarme todo el tiempo:

–Si escuchas atenta durante la noche, cuando todo está a oscuras, puedes sentir los pasos aproximándose a tu cama. Ten cuidado porque cuando llegue el fantasma, nadie te auxiliará.

Yo les sacaba la lengua y aseguraba no creer en fantasmas. Pero en las noches cuando mi madre no dormía conmigo, me tapaba con las cobijas hasta la coronilla y rezaba el Ángel de mi guarda, cual rosario.

Jeremías era el único de mis primos que no formaba parte de ese teatro. Su madre había fallecido al dar a luz. Era el más retraído, le gustaba pintar. Se agazapaba en un rincón del jardín y se perdía horas dibujando, a punte carboncillo, las ramas de un árbol en su cuaderno. Siempre ausente, misterioso, ensimismado en su mundo de lápices y cuadernos. 

Me gustaba ver el atardecer desde el columpio del arupo. Jeremías se sentaba en el jardín y lo veía también. Y cuando se ocultaba el último ángulo del sol dentro de las montañas, sin decirnos palabra, hacíamos carreras a ver quién llegaba antes a la puerta de la cocina. Casi siempre yo le ganaba.

Durante mi niñez y pubertad, murió cada uno de mis tíos. Algunos se cayeron por las escaleras, otros bebieron mucho y se ahogaron con su vómito, otros solo se habían olvidado de respirar en la noche. Pero lo espantoso de esto, era que los pétalos de geranio rosado aparecían cerca de ellos la noche de su muerte, incluso en el cuarto de mi madre cuando enfermó.

Después de algunos años, solo quedó mi abuela con una docena de nietos adolescentes. Yo era joven y muy bonita, pero sin mayor educación que la secundaria, como todos mis primos. Me había acostumbrado, al igual que mis parientes, a vivir del dinero que había dejado mi abuelo.

Mi abuela estaba vieja y achacosa. Yo me preguntaba: ¿Qué haría cuando ella muriera? ¿Y si el que heredaría la casa nos expulsara de ahí?

Mis primos se esmeraban por congraciarse con mi abuela:

–¿Quieres un vasito de agua?

–¿Te paso tus pastillas?

–¿Un masaje en los juanetes?

Como única nieta mujer, solía ayudarla a vestirse. Cuando las empleadas estaban de día libre, hacía sus platillos predilectos. Pero todos sabíamos en el fondo que Jeremías era el favorito. Él solo se sentaba al lado de la abuela y le contaba las historias de sus dibujos:

–Ella era hermosa y lo sabía –decía Jeremías a la abuela– mientras le mostraba el rostro de una joven de ojos grandes y color miel, muy parecida a mí. 

Me cautivaban los trazos y el arte de mi primo. Yo solía dejar la ventana y cortina de mi cuarto abiertas, justo aquella que daba al jardín, cuando sabía que Jeremías andaba buscando inspiración cerca del arupo. Usaba, al levantarme de la cama, una bata de seda blanca, que se confundía con el color de mi piel, la cual dejaba caer de un hombro y por media espalda. Mientras me sentaba erguida dando las espaldas al jardín, me paraba y la bata caía lentamente acariciando mis muslos. Desfilaba como una ninfa sobre el agua por mi habitación. Sentía su mirada siguiéndome hipnotizado. 

Una noche de tormenta de las que tanto miedo tenía desde pequeña, daba vueltas en mi cama. Ese momento, más que nunca, sentía los pasos del fantasma que habíamos llamado “el forastero del tesoro”. La puerta de mi habitación se abrió lentamente y vi un bulto acercarse. Mi pecho se contrajo. Al querer gritar, la voz no me salió. Se atrancó en mis entrañas al ver el rostro de Jeremías. Él avanzó, se sentó en mi cama y empezó a acariciar mi largo cabello ondulado y cobrizo. Lo olfateaba como reconociendo algo. Al fin nuestros ojos se encontraron y sentí sus labios. Me sentí como imán atraído hacia él, no podíamos soltarnos. Sabíamos que estaba mal. Éramos primos. Sabíamos que la abuela nos condenaría. Sabíamos los riesgos, pero nada importó. Desde esa noche en adelante, recibía a mi forastero en la habitación.

La abuela fue decayendo lentamente, hasta que el día tan esperado llegó. El entierro fue en la cripta familiar en el jardín; y la lectura del testamento, esa misma tarde. 

Para poca sorpresa de los primos, Jeremías recibió todo. Pidió cordialmente que todos se fueran de la casa o serían desalojados por la policía. 

Uno a uno se fueron, azotando puertas, rompiendo vajillas, sin dejar de hacer un par de hoyos en el jardín.

Todos se fueron. Todos, excepto yo. No dijimos nada a los familiares sobre nuestros encuentros, solo asumimos la nueva posición en la casona. Nos adueñamos del cuarto grande de la abuela. La primera noche fue raro dormir en esa cama, parecía que ella seguía ahí. No quise volver a dormir allí. Le sugerí a Jeremías que siguiéramos usando mi habitación. Él me daba gusto en todo. 

Despedimos a casi toda la servidumbre. Nos quedamos solo con la criada que hacía la limpieza y cocinaba. Yo me encargaba de la jardinería. Él se encargaba de pintar.

Los días se transformaron en fines de semana eternos, dormíamos hasta tarde, hacíamos el amor, comíamos, salíamos al jardín y, mientras yo cortaba las hojas secas de las rosas, él revoloteaba el pincel en su lienzo. 

Cierto día, al cortar el césped con la guadaña vieja del abuelo, recordé la historia de mi madre, y una sensación de curiosidad se derramó en mí: el tesoro debía seguir allí.

Jeremías había escuchado que el oro brillaba fulgurosamente las noches de luna llena. Por lo que, cada luna llena, hacía hoyos en donde pensaba ver una chispa dorada. A la mañana siguiente yo tapaba el hoyo y plantaba un geranio amarillo para marcar el sitio donde ya había buscado. El jardín fue transformando su tonalidad rosa a amarilla. Yo quería un nuevo jardín, que simbolizara nuestro amor. Jeremías lo había notado, me abrazó y, tocando su mano de dedos largos, colocó un anillo en mi dedo anular.

Comprometida con Jeremías, se sentía que lo tenía todo, pero aun así el deseo de algo más me hacía salir las noches a plantar geranios amarillos. Solo un pequeño espacio del jardín tenía geranios rosados.

Esa noche, una tormenta azotó como nunca la casona. Los rayos caían sobre el arupo y los truenos movían sus ramas de tal manera que la ventana se abrió. Empecé a temblar. Jeremías, que sabía mi debilidad, me dijo:

–Bebe esta aromática de tilo, es bueno para los nervios.

Lo hice de un sorbo. Me ayudó a dormitar, pero luego de unas horas desperté con el sonido de los rayos. Al abrir mis ojos, sentí mis manos atadas al espaldar de la cama. Quise pararme, pero me caí, no me respondían las piernas. Intenté gritar, pero no solo no salía el grito, mi lengua no generaba palabra, estaba colgada en mi boca. El ambiente olía a kerosene.

Con un chillido suave la puerta de la habitación se abrió. Fue como en mis pesadillas, el forastero había salido de su tumba y reclamaba el tesoro que le pertenecía. Cargaba su mochila como mi madre me contó que lo hizo la primera noche que durmió allí, y sobresalía el lingote de oro que tantos habían anhelado encontrar.

Traté de convencerme de que era una de mis pesadillas. Pero no lograba despertar. El forastero prendió un fósforo y el calor empezó a traspasar mi piel. El cuarto empezó a arder conmigo atada. El humo entraba a bocanadas a mis pulmones, y antes de perder la razón, el forastero me miró de frente. Era Jeremías, traía geranios rosados en sus botas.  

Te preguntarás cómo llega este cuento a ti después de mi muerte, pues solo te diré que los seres espirituales tenemos recursos. Te tengo una propuesta para ti: si vengas mi muerte, serás el acreedor del ansiado tesoro.


Marilú Nieto

Geóloga, Máster en Gestión de Producción y Exploración de Hidrocarburos. Amante de la literatura,  poesía, minerales y animales. Forma parte del taller Kafka Escritores. Está escribiendo su libro de cuentos con un tinte emocional y dramático.

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