En la alta montaña – Isabel Tamayo

La primera vez que María Nuna subió al volcán Imbabura, iba contenta de la mano de su abuela, ambas reían y jugaban en el camino. Doce años después, volvía a subir la montaña, pero las risas se habían esfumado, ya no se podía jugar, solo cargaba el peso de la tristeza. 

Fue un sábado a la madrugada, María Nuna, subió al bus interparroquial con un bulto grande, un costal de arroz viejo, casi del mismo tamaño que ella misma. Aunque el controlador le insistió poner el bulto en la bodega del transporte, María Nuna insistió en llevarlo con ella. 

—Es algo muy valioso que se puede romper si va abajo. 

—Bueno niña, pero si se quejan los pasajeros, usted responde. 

¿Qué pasajeros? Pensó María Nuna. Iba ella sola en el asiento del medio de la última fila, y tres pelagatos en asientos más adelante. Tomaba el bus de las 5 de la mañana por esa misma razón: evitar a la gente y sus raras preguntas, de por qué llevaba un bulto tan grande cuando estaba vestida de manera tradicional, con anaco, blusa bordada, trenza, y alpargatas; y con una mochila de andinismo sobres su espalda. En cuanto el bus salió del terminal, María Nuna se atrevió a sacarse la mochila, y hacerse para atrás en el asiento, cerrando los ojos empezó a reflexionar. Su vida había dado un giro de 180°, y no sabía cómo continuar. Todo había empezado con una llamada de su prima, Kimberly. 

—La abuelita se murió. 

María Nuna se salió de la clase de cálculo diferencial para escuchar bien la terrible noticia. Kimberly le explicó que un trágico accidente en la procesión de algún santo del pueblo, por desgracia alcanzó a su abuela. Su abuela, a pesar de ser muy tradicional en seguir las costumbres ancestrales de su comunidad, era muy devota a los santos católicos. Tupac, su padre, le decía que su abuela era una mujer muy hipócrita en ese sentido; María Nuna reía y luego recibía la reprimenda de su abuela en quichua, porque español solo hablaba con Taita cura en la confesión y en la misa. Aunque su padre nunca recibía reclamos, como no era su hijo sino su yerno, era improbable que le levantara la voz. Mucho menos cuando la madre de María Nuna se había ido de este plano terrenal hacía muchos años atrás. 

—Niña, estamos llegando a su parada —gritó el controlador desde adelante. 

Al menos este controlador sí era cumplido, pensó María Nuna, porque recordaba a otros que cuando venía con su abuela, nunca le avisaban de la parada. Así que, colocándose nuevamente la mochila, arrastró el frágil y pesado bulto con la mayor delicadeza que le fue posible, por el estrecho pasillo del bus. Y gracias a Dios el controlador le ayudó a bajar la carga. María Nuna vio alejarse al bus, en la espesa niebla del páramo del volcán Imbabura. Pero el camino que le tocaba atravesar estaba frente a ella. Era un empinado chaquiñán que subía hasta casi las cumbres, ya no tan heladas, de este macizo. De su mochila sacó unas cuerdas de cáñamo y se amarró el bulto a la espalda sobre su mochila. Avanzó lentamente por ese camino. 

¿Por qué? Se preguntaba María Nuna. Por qué estaba un sábado a las seis de la mañana subiendo un nevado con un bulto pesado a la espalda. Era sencillo: para cumplir la última voluntad de su abuela. 

Los húmedos pajonales, le raspaban el anaco negro, sentía sus pies helados y mojados; el viento gélido le quemaba la cara, su fachalina apenas le cubría la espalda, y su huma watarina le hacía sudar y le parecía incomoda entre tanta carga que llevaba a sus espaldas. María Nuna podría escuchar a su abuela burlándose de ella, diciéndole que cuando era joven cargaba a su madre y a su tía en el rebozo, con el canasto de las compras del mercado en su brazo, y con el costal de choclos, por poco, en su cabeza. La abuela siempre exageraba un poquito. María Nuna nunca creyó que ella podría cargar con todo. Pero tomando en cuenta su última voluntad, María Nuna ya no estaba tan segura. 

Su última voluntad. Vaya forma de comunicar sus últimos deseos a su familia. Durante los 23 años que tenía María Nuna, nunca había oído a su abuela hablar sobre lo que querría cuando le llegara la hora. Pero vaya sorpresa con la que se toparon su padre y su tía, con toda su familia cuando Taita cura, junto con Don Rumi, el presidente de la comunidad, se acercaron a informar que no habría entierro en el cementerio. 

—¿Cómo qué no? —dijo la tía de María Nuna escandalizada. 

—Doña Yuria, el deseo de su difunta madre fue ser enterrada como sus ancestros —hablo Taita cura—. Y créame que hice todo lo que estaba a mi alcance para que cambiara de opinión, y se decidiera a alquilar un lote en suelo santo. Pero ya conoce cómo era su madre, Dios sabe que no me rendí hasta los últimos minutos, pero ella se negó rotundamente.

—Ya está todo dispuesto, María Nuna llevará la urna al cerro y…

—Espere Don Rumi, perdón que le interrumpa, cómo que yo tengo que llevar la urna.

—Lógico mijita, eres la nieta mayor. Además, tu nombre te hace ideal para este trabajo. Nuna significa alma. 

—Para que tu abuela pueda descansar en paz, cúmplele esa última petición —interrumpió Taita cura, con mucha paciencia. 

—Papá, tengo exámenes en la universidad.

— Anda a la casa y espérame ahí. Yo… voy a tratar de solucionar esto. 

Y María Nuna vio la cara de tristeza de su padre, no solo perdía a su suegra, sino un último lazo que le quedaba con la mujer con la que se había casado, y con la que había criado a una hija. Aunque la tenía a ella todavía, sabía que pronto ella se iría, ya sea casada o a trabajar, dejándolo solo en esa casa de adobe. Su padre habló largo y tendido con Don Rumi y Taita cura, pero ninguno de ellos cedió.

—Te escribiré un justificativo, y puedo hablar con tus profesores —dijo su padre por la noche entrando en la casa—. Taita cura también dijo que podría escribir una carta al rector encomendando una prórroga para tus exámenes. 

—Pero es que…

—María Nuna —habló fuerte y en tono lastimero, derrotado—, te tocó cumplir, nada de peros. Tu abuela necesita descansar en paz, donde quiera que se la entierre. Tómalo como un agradecimiento por todo el amor y cariño que te dio. 

Y ahí estaba María Nuna avanzando poco a poco, cargando la urna, ataviada como los antiguos moradores de su comunidad. El viento hacía que el frío le atravesara los huesos, y la niebla le imposibilitaba la visión. Su abuela quiso que la dejaran en un lugar muy específico, ese mágico sitio al que le había traído poco después de que María Nuna se volvió una señorita. Claro que ese día había sido soleado, y tenía 11 años menos, y no cargaba nada en su espalda. 

Pero María Nuna no se rindió, avanzó durante casi toda la mañana. Solo paró cuando sintió la necesidad de comer algo para ganar más fuerzas. Buscó un lugar cómodo para bajar su carga y sentarse a comer, y encontró un espacio pequeño entre los pajonales dónde había unas piedras que le permitieran sentarse. Justo cuando estaba empezando a comer sus viandas que su tía le había cocinado. Vio a lo lejos un personaje parado viendo el horizonte. Se paró y entornó la mirada, un hombre maduro, poco mayor que su padre, con una larga trenza que le bajaba debajo del sombrero, poncho negro, pantalón blanco, y una bufanda también blanca rodeándole el cuello. 

María Nuna no recordaba que este sendero fuera usado por alguna comunidad para pasear, o turistear. Es más, según recordaba lo que su abuela le decía, este sendero era solo conocido por pocos y todos ellos ya eran muy mayores para poder subir a estas altitudes, solos. El sendero era de esos que eran muy conocidos entre los niños al principio de siglo para subir y bajar los rebaños de llamas, llamingos, ovejas, vacas y chivos. Tan absorta estaba en sus pensamientos que cuando se dio cuenta ese hombre ya se había ido, y no estaba en los alrededores. Vio a varios curiquingues a la distancia, sabía de la existencia de esas aves, pero nunca las había visto, recordaba la canción que le cantaba su abuela. Terminó de comer, bebió un poco de agua. Se volvió a acomodar su carga, y continuó su camino. Lento, doloroso, porque poco a poco, el pajonal se volvía escaso y las piedras eran más predominantes en el sendero, al igual que la niebla y el frío. Sentía que las alpargatas eran insuficientes para cubrir el dolor que le causaban a sus pies los pedregones del piso. 

María Nuna caminaba en línea recta, o al menos eso esperaba, porque la niebla se había vuelto bastante espesa para ver más allá de 3 metros. Por precaución caminó más despacio de lo que esperaba, no quería caerse al vacío o lastimarse con algo, o alguien. Mientras avanzaba divisó un poncho a la distancia. María Nuna gritó como para que aquel hombre la esperara, pero este siguió caminando, ella lo siguió. Y poco a poco lo fue alcanzándolo. 

—Buenas tardes —saludo María Nuna.

—Buenas.

María Nuna intentó entablar una conversación, pero nada se le ocurría para iniciarla. El hombre tampoco la miraba. Siguieron caminando por la empinada hasta que María Nuna divisó su destino. Una explanada de roca que sobresalía del sendero y era limitado por una pared de roca que continuaba hasta la cima. Se encaminó hacia el lugar, sorprendiéndose que el hombre también iba hacia allá. 

—¿Va a la explanada? —preguntó María Nuna a su misterioso acompañante.

—Sí.

—¿Viene seguido por aquí? —María Nuna se arrepintió de preguntar por la mirada molesta que le lanzó—. Digo, porque se ve que ya tiene experiencia subiendo el sendero. 

—Todos los días. 

—¿Todos? Y… —María Nuna iba a preguntar más, pero decidió callarse. Habían entrado en la explanada. 

La explanada era mágica. Cualquier persona que la viera, la describiría como una especie de balcón natural de roca, que casi no se sostiene por ninguna formación geológica. Una de las razones por la que decidió estudiar ingeniería era para ver cómo podía replicar eso. Era una pequeña pista de despegue y aterrizaje, frente a un paisaje inolvidable. Con el lago San Pablo, reflejando el cielo, y el vasto verde predominante por todo alrededor, los poblados eran puntitos blancos a la distancia como pequeñas piedritas de río. Ni siquiera se veía la carretera. María Nuna recordaba que su abuela le decía que hace muchos años atrás, cuando los majestuosos cóndores sobrevolaban el cielo andino, venían a esta explanada a enseñar a volar a sus pichones. Y que muchos de los antiguos pobladores imitaban a los mensajeros de los dioses, con alas de cáñamo, hojas, o textiles. 

—¿Y no se caían? —Recordó haber preguntado. 

—Por supuesto que sí, esos arrogantes hombres no entendían que solo los cóndores pueden aprender a volar aquí —respondió su abuela—. Pero, puede que haya habido alguno que sí lo haya logrado.

—¿Cómo quién?

Y ahí la abuela de María Nuna se callaba y tocaba muy disimuladamente esos hermosos collares que llevaba alrededor del cuello. Esos que su padre le contó una vez que le habían sido dados por su abuelo horas antes de casarse. Y que la abuela nunca se los sacaba, ni para bañarse. 

Ahora que depositaba la urna de cerámica en el centro de la explanada, como lo especificaba las indicaciones dejadas por su abuela, María Nuna se preguntaba, quién habría sido su abuelo. Hasta dónde sabía, ni su madre o tía jamás lo conocieron, o si lo hicieron no se acordaban de él. La abuela nunca lo había mencionado, y no había fotos ni documentos ni nada que probara su existencia. Su adorada abuela tenía tantos secretos que se preguntaba si de verdad conocía a esa tierna anciana. 

—Tu abuela no te ocultó nada —dijo el hombre sentado frente a ella.

—¿Disculpe?

El hombre se levantó y se dirigió de vuelta al sendero y siguió subiendo. María Nuna se quedó atónita por el comentario del hombre. ¿Habría pensado en voz alta? No, estaba segura de que no habló. ¿Acaso el hombre? No, imposible, ningún humano lee mentes. Sabía que, de vez en cuando, no pensaba sino hablaba sola o comentaba sus pensamientos. Sus compañeros de la universidad se burlaban de ella cada vez que lo hacía. 

Maria Nuna se sentó. Y preparó unas ofrendas para el descanso de su abuela. Entre ellas, unas veladoras, flores y comida. 

Y se sentó en una de las rocas de la explanada a esperar. ¿Qué? No sabía exactamente. Su abuela no dio más detalles. El momento aparecería y, según la nota de la abuela, ella lo sabría. Sin embargo, María Nuna no estaba tan segura. Podrían pasar días, semanas y hasta meses hasta que ocurriera algo, y ella no sabría si era lo que esperaba su abuela. 

Debió haber traído los libros para estudiar mientras esperaba. Tal vez traer los ejercicios de cálculo y repasarlos hasta que le salieran las respuestas correctas. Tiempo era lo que le sobraba. Pero su padre y su tía le quitaron esa oportunidad diciendo que no iba de retiro académico, o que era una sesión de autoestudio. Estaba en una vigilia, un velorio, un ritual funerario. Y como todo acto simbólico en honor a los muertos, se debía respeto. Y en eso ella discrepaba, no es que los muertos fueran de suma importancia para ella. Su madre murió en un país extranjero, y ninguno de ellos pudo ir al entierro. Ni pagar una misa por su alma, si les avisaron que murió fue porque dejaron de enviar las remesas. 

Su madre, la que no recuerda cómo era, estará enterrada en alguna fosa común allá en el viejo continente. En pocos años, sus huesos se harán polvo, o si tiene suerte, en un futuro lejano, los arqueólogos la desenterrarán y harán teorías bobas sobre la vida de esos hombres y mujeres. Luego pondrán los huesos, o lo que quede, en un museo al que nadie irá. 

Eso pensaba María Nuna, la muerte era algo tan natural que para qué darle tanta importancia. Pero volvió a la realidad cuando algo le golpeó la sien. Dolorida vio cómo una bandada de gallinazos, todos negros y feos, rodeaban la urna de su abuela, pero ninguno se movía. Como si esperaran algo. Hasta que llegó ―María Nuna solo lo había visto en los libros de aves de las posadas que sus vecinos manejaban y que encantaban a los turistas―: llegó un gallinazo rey. Descendió del cielo con sus alas blancas y negras, esa cabeza roja que lo hacía ver como un engendro salido desde el mismo infierno. El ave de carroña se posó sobre la urna, dio dos vueltas como buscando acomodarse. 

El corazón de María Nuna latía con fuerza, al ver al ave intentar abrir la urna a base de picotazos, y en una especie de chillido, su séquito avanzó para ayudar a su rey a abrir su cofre del tesoro. María Nuna pensaba en lo natural de la escena, la conservación de la materia, la reincorporación de nutrientes al suelo, en el ciclo de la vida, en lo que decía Taita Cura en el miércoles de ceniza: en polvo eres y polvo te convertirás. 

Pero esa era su abuela. Y no podría imaginarse a la dulce y tierna viejecita ser devorada por esas aves, o cualquier animal.

 Con la indignación y la desesperación en su piel salió corriendo de su asiento. Con su fachalina intentó espantar a esas enviadas del Hades a dónde pertenecían. Pero la tenían rodeada, eran demasiadas, y cuando una se alejaba volando, llegaban 20 más del otro lado. El gallinazo rey continuaba picoteando y raspando la urna, María Nuna sintiéndose totalmente furiosa se sacó una alpargata y la arrojó a su real majestad. Ni qué decir que el zapato le dio en un costado, sin mucho daño para el ave.  

Todo se calmó. Los gallinazos dejaron de graznar o moverse siquiera, solo veían a María Nuna con ojos oscuros y vacíos. Ella tragó saliva mientras un horrible escalofrío le recorría la espalda. La pequeña pupila negra del ojo del gallinazo rey parecía mirarla fijamente escudriñarla, hasta lo más hondo de su alma. María Nuna se sintió pequeña, temblando se agachó y recogió la alpargata del piso.  El gallinazo rey parecía gigante a su lado, aterrador y desafiante. Los gallinazos se acercaban más, como si quisieran lincharla, obedeciendo una especie de instinto asesino. 

María Nuna respiró hondo y volvió a empuñar la alpargata como arma. 

—Lárgate y no vuelvas —le gritó al gallinazo rey. 

El ave no hizo nada y desafiante siguió picoteando la urna para reclamar su botín. María Nuna volvió a pegarle con la alpargata, y los gallinazos se adelantaban para picotearla. Cuando de eso se escuchó un rondador a la distancia. Todas las aves salieron volando, alejándose lejos y más lejos en el cielo. María Nuna no sabía qué era lo que había pasado, solo vio que, a la distancia, el mismo hombre bajaba el mismo sendero y se sentó frente a ella como si nada hubiera pasado, en silencio. 

María Nuna tampoco esperó que la ayudara. Renqueando se volvió a su esquina, y más bien se dio cuenta de que el sol se empezaba a ocultar tras la mama Cotacachi. Preocupada porque tendría que esperar hasta que algo pasara, de su mochila de alpinismo sacó una bolsa que contenía una tienda de acampar, de las más baratas que había en la tienda de andinismo, la que Taita cura ayudó a pagar. Siguiendo las instrucciones, con la poca luz que se apreciaba, logró armar la carpa, amarrándola fuertemente a 4 rocas medianas que difícilmente se moverían por el viento feroz que empezaba a presentarse. Regresó a ver a su misterioso acompañante para ver que ya no estaba ahí. En su lugar un curiquingue que se alzó en vuelo en cuanto vio que era observado.

El frío helado del viento la obligó a resguardarse dentro de la carpa, encender una linterna y merendar las humitas que su tía le había enviado. Y mientras se acomodaba para descansar se dio cuenta de las heridas en sus brazos y piernas, se arrepintió de no traer nada para limpiarlas o curarlas. Con su misma fachalina, que sucia ya estaba, mojada con una de las botellas de agua que había traído, enjuagó la sangre de los rasguños de los aveluchos y pajonales. Se enfundó en el sleeping y trató de dormir.

Pensó nuevamente en las aves, la muerte y lo que quería su abuela que hiciera sin entenderla por completo. 

La mañana llegó y ella sin descanso salió a estirar las piernas. Pero en cuanto abrió el cierre de refugio, vio plumas negras, gigantes y espesas. Los gallinazos y su rey habían vuelto. María Nuna volvió a salir esta vez con su linterna como arma. No podía ver el sol, estaba oscuro, aunque llegó a preguntarse si era por las nubes o por las plumas negras que por algún motivo parecía que habían aumentado de tamaño. 

El rey volvía a raspar la urna con sus garras y pico. María Nuna usó la luz de su linterna para apuntarla directamente a los ojos de todas las aves que estaban en su paso. Avanzó rápido, gritando desaforada, amenazante. Sirvió para que los súbditos se elevaran nuevamente y volaran en círculos, sin atacarla todavía. Sin embargo, el rey no se movió, María Nuna balanceo su linterna de un lado al otro para asustar al monarca, el cual no se inmuto. Sus potentes garras apretaban la urna buscando fisurarla. María Nuna se detuvo a medio metro de distancia, preparada para golpear sin poder atreverse a hacerlo. 

María Nuna se volvió a encontrar cara a cara con el gallinazo rey, que la volvió a observar con ese ojo blanco que, de alguna forma, se había agigantado. Tragó saliva, tensó sus músculos intentando devolverle la amenaza no verbal que el rey le inspiraba. El gallinazo Rey y ella estuvieron ensartados en esa batalla visual, sin pestañear. ¿Cuánto tiempo? María Nuna no podría haberlo sabido. Solo que no se negaba a bajar la mirada, ya había visto las garras y si se distraía no dudaba de que esas afiladas cuchillas le rasgaran la cabeza. Las lágrimas se le desbordaban gruesas y frías. La mirada fija en esa pupila negra, que ahora parecía del tamaño de un plato, María Nuna se vio caer en ese vacío negro de ese ojo que lo único que miraba era los cadáveres de animales para devorar. En el interior María Nuna se veía así misma, mirando al gallinazo, como si su alma se hubiera escapado de su cuerpo.  Vio el volcán durmiente, el cielo, la tierra. Elevándose por los aires, pero con esa sensación de que algo la presionaba hacia abajo, al fondo, debajo de lo más profundo de la tierra, sentía calor y frío. Podía ver curiquingues volando a su alrededor sin hacerle mayor caso. Temblaba. Hasta que divisó a lo lejos nuevamente al hombre que subía por el sendero. Quiso gritar auxilio, pero nada salió de su boca. Su voz se apagó y de pronto sintió que le faltaba el aire. 

El hombre alzó la vista, y la vio. 

María Nuna volvió a su cuerpo, respiraba hondamente, desesperada por meter aire a sus pulmones; estaba recostada en el piso de roca. Detectó luz, pero sus ojos aún no le decían si era de día o noche. A su derecha la llama de una fogata, la única pizca de luz, le daba el calor que su cuerpo necesitaba, se sentía congelada. No podía moverse. 

—Has dormido casi todo el día. 

Al escuchar esa voz, se incorporó débilmente. Le temblaban los brazos y los músculos del tórax. Sus ojos se sentían secos. Su lengua pastosa le impedía hablar. 

—Ya es de madrugada —dijo el Hombre—. Eres muy valiente o demasiado tonta para enfrentarte a su majestad así. 

María Nuna no sabía qué responder. Regresó a ver la urna, rajada, pero integra. Su abuela seguía ahí. Esperaba que con todo esto pudiera descansar en paz, que no sintiera que su nieta la estaba defraudando. Si tan solo le hubiera dado una pista de que es lo que quería para su funeral. 

—Ella sabe que lo estás haciendo muy bien. Solo que no lo has entendido —habló nuevamente el hombre. 

—¿Disculpe? 

—Tu abuela, sabía el valor que tenías. Por eso te mando a hacer esto. 

—¿Usted la conocía?

—Algo… La vi solo dos veces. Por eso estoy esperando verla nuevamente. 

—Tal vez no lo sepa, pero mi abuela falleció y está dentro de la urna.

—Lo sé, por eso espero a que salga.

María Nuna no entendía, ¿quién era ese hombre? ¿Qué era lo que quería? No podía pensar en nada. Se volvió a recostar y miró al cielo. La noche estaba despejada, las estrellas se veían inmensas. Nunca las había visto así de hermosas. El hombre siguió sentado todo lo que quedó de la noche, viendo el fuego, sin decir ninguna sola palabra. 

Las horas pasaron sin que ambos dijesen o hicieran ningún movimiento, hasta que empezó el amanecer. El ver salir el sol tras el macizo dio esperanzas y fuerza a María Nuna que logró levantarse lenta y algo dolorosamente. Estaba absorta en el cambio de tonalidad del cielo. Un curiquingue voló por encima de su cabeza. Sin embargo, detrás de ella ocurría una imposibilidad. La urna empezó a resquebrajarse. Las grietas que se formaban, más profundas que las que hizo el Gallinazo rey, dejaban ver el interior de la urna. El ruido de la cerámica al explotar, caer y romperse, llamó la atención de la chica que miró atónita cómo el hombre ayudaba a una mujer madura, de hermosos cabellos negros, con su ropaje completamente limpio y pulcro, salir de la urna. María Nuna reconoció no solo la ropa sino esos hermosos collares que colgaban del cuello de la dama. 

—Gracias hijita, fuiste muy valiente —dijo la mujer abriendo los brazos. 

Con oír la voz, María Nuna, olvidándose del dolor que tenía en su cuerpo, corrió hacia los brazos de su abuela, rejuvenecida. Después del abrazo, la mujer se separó de ella y tomó su posición al lado del hombre, que se veía más joven y galán. 

—¿A dónde vas? —Preguntó la chica viendo a la pareja con intención de irse. 

—No lo sé, pero te cuidaré. 

De la nada el viento empezó a arremolinarse a su alrededor. El hombre pareció encogerse, temblaba bruscamente y su poncho se elevaba al aire agitando de arriba abajo. Su abuela imitó esos mismos movimientos, cubriéndose con la fachalina. María Nuna apenas veía algo por el polvo que se removía con el fuerte viento. Cuando amainó, vio una pareja de cóndores abriendo sus alas y tirándose al vacío para luego elevarse hacia el infinito. 

—Claro, solo los cóndores aprenden a volar aquí. 

María Nuna regresó a casa con una sonrisa en el rostro. No contó a nadie lo ocurrido. Solo abrazó a su padre, y le dijo que su abuela estaba en paz. 


Isabel Tamayo

Bióloga y Máster en Comunicación Social en la Investigación Científica por la Universidad Internacional de Valencia. Devoradora de libros, cómics, mangas y anime. Ha publicado cuentos en las Antologías Los que vendrán (2018), Los que vendrán (2019), Perseidas (2020), la cual está dedicada a la ciencia ficción; y en la revista digital feminista La Coyol.

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