Bloque 62 – Esteban Cruz Ponce

El verdor de la selva lo cubre todo. En ocasiones, se dificulta observar el horizonte porque muchas veces no va más allá de unos pocos metros; y en otras, se alcanza a divisar una línea recta donde, según los ancianos, se acaba el mundo.

Algunos aventureros de la tribu se preparan toda su vida para que, cuando hayan pasado suficientes lunas, puedan salir al encuentro de los límites marcados por esa línea, hasta donde llega la vista.

De estas travesías, pocos regresan. Quienes lo hacen confiesan no haber alcanzado aquella meta que, en ocasiones, desaparecía, y en otras se disfrazaba de ríos, prados, montañas.

Estos exploradores comentan que, en sus viajes, no solo se han encontrado con paisajes en el día y espectros por la noche, sino que también hay otros seres, como ellos, como nosotros, nacidos del barro, hijos del sol y de la luna, provenientes de los mares o de los cielos.

¿Son malos? No lo sé, solo distintos.

Alguna vez han tomado contacto, interactúan e inclusive se insertan entre clanes, que crecen hasta constituir asentamientos, como en el que nos encontramos ahora, con la gente compartiendo alrededor de la hoguera, aprovechando los festines de la naturaleza y de una próspera jornada de caza. Sonidos, vibraciones, la sintonía de los cuerpos en movimiento.

Otras veces, el contacto no resulta tan provechoso. Socializar queda descartado y, en su lugar, algunos pueblos aborígenes optan por la practicidad que brinda el reclutamiento esclavo. Dependiendo de su creatividad cultural, hacen tzantzas que se exhiben como trofeos rituales o souvenirs.

Claro, comprenden que los celos son consecuencia del sentido de pertenencia que tenemos las diferentes especies que vivimos aquí. También defenderíamos nuestras aldeas del enemigo.

¿Cómo viven las otras aldeas del mundo? ¿Cuántos mundos hay?

***

En otro planeta no muy lejano, existen otros seres que, como las tribus, desarrollaron un lenguaje a través del cual se comunican y se relacionan, y que, como parte de su interacción, resultan comunes las fricciones.

Se creen mejores porque reemplazan la reducción de cabezas por métodos más civilizados, como la guillotina, la silla eléctrica o las cámaras de gas.

Las aldeas lucen algo distintas. No hay hogueras ni bailes, pero todo es más caótico: el ruido de las bocinas, la estridencia de la gente, el intenso aroma que se percibe por la combustión de motores operando a toda máquina; una constante sensación de ahogo en este bosque de cemento.

El enemigo va más allá de la simple identificación de una persona o un grupo. Estos individuos han creado, gracias a su intelecto, una multiplicidad de sistemas que ponen a su disposición un catálogo de monstruosos adversarios. Invenciones dignas del averno, como lo son las tasas de interés compuesto, hipotecas, burbujas financieras, algoritmos de manipulación de datos, desinformación mediática, entre otros. Cosas para salir de la cotidianidad primitiva y parecer ocupados.

Se miran al espejo y se ven reflejados en él como la única persona en la faz de la tierra, a pesar de que a su lado hay alguien más, frente al mismo espejo, pensando exactamente lo mismo.

Su meta es volar tan alto como sea posible; de esta manera, pretenden huir de su fragilidad. No quieren reconocer su inminente extinción, por lo que nadie habla de ello, solo de ellos.

***

Apoyado en la orilla, observa fijamente la quietud de su rostro frente a él después de beber agua. En este lugar no hay espejos, pero la laguna mansa ofrece la oportunidad de reconocerse como individuo, aunque sus percepciones son distintas.

Quiere ser como su padre, estar a cargo de todo el clan; quiere su fuerza y ese algo en la mirada que infunde respeto, aunque el reflejo deja en evidencia cierta languidez del niño comparada con la del hombre.

Observa con despecho sus brazos de hilo que apenas lo sostienen, confirma que no es tan fuerte. Ensaya con el baile de sus cejas, pero no tiene esa mirada. La suya es más como la de su madre; el negro profundo de sus ojos no merma la dulzura que expresan, parecen no descansar nunca, siempre abiertos, siempre alerta.

¡Alerta!, se escucha una estampida. Todos corren desaforados, nadie entiende lo que pasa. Hay quienes huyen sin saber de qué huyen, solo corren, temen por sus vidas, el instinto de conservación se activa.

Palpita su corazón cada vez más fuerte; corre cada vez más, la madre se esfuerza el doble porque ha tomado a su hijo de la orilla para llevárselo de ahí.

Inhala, exhala, constantemente, una y otra vez; sus piernas van a reventar. No puede responder todos los porqués en los que insiste la criatura que lleva aferrada al pecho; solo corre. Inhala, exhala, inhala; lo mira, mira adelante, y teme ver hacia atrás. Entre ahogos, contesta que su padre los protegerá.

El portador de las malas noticias era un explorador que salió hace mucho tiempo, sin retorno. Al principio no lo reconocieron; cuando se fue, lucía totalmente distinto, ahora estaba demacrado. Llegó atravesando las colinas, mientras alertaba que lo habían visto:

–¡Los otros vienen aquí! ¡Son demasiados!

El líder recibe al aterrado explorador. Al verlo, su rostro se ensombrece. Dispone que atiendan sus heridas cuanto antes.

Después de beber agua con desesperación, intenta incorporarse; aún lucha por meter aire en sus pulmones y estabilizar su respiración. Explica que seguía la ruta del horizonte cuando fue capturado. Lo torturaron, pero en un descuido, escapó.

–Saben de nosotros –dice– y ahora vienen aquí.

***

La sala de reuniones es una auténtica jungla: vuelan papeles, todos gritan, todos se quejan, se escuchan golpes en la mesa. Quien está a la cabeza reparte culpas, y quienes las reciben las trasladan a los que están en el otro extremo.

Están acostumbrados a esta bestial rutina. Sus mañanas, tardes y noches no difieren demasiado de este momento.

El sujeto que está sentado al lado izquierdo del jefe es un buen ejemplo que representa a las otras doce personas en la sala:

Su traje fino de seda hecho a la medida, el aroma amaderado de su perfume, su reloj, sus zapatos, todo se encuentra estratégicamente puesto a la vista, como una coraza para evitar que se note aquello que las prendas no pueden cubrir.

De momento, su rostro refleja quién es en realidad.

Ahí está, desencajado; su sonrisa confiada, ahora, es una mueca ridícula. Con una mano soba su frente, mientras la otra la apoya sobre la mesa. No puede creer que todo se haya ido al diablo.

Tanto esfuerzo para nada, tantas influencias, reuniones secretas, contactos, compromisos, favores políticos, para nada. Todo se cae a pedazos por “cuestiones técnicas” que impiden cerrar el negocio.

A la voz de un “¡lárguense todos!”, todos salen, menos él. Se queda pensando que su última esperanza de recomponer su vida acaba de esfumarse.

Hace un mes le llegaron los papeles del divorcio, después de todo lo que hizo por “esa malagradecida”, claro, ahora que ya no recibía las comisiones que le procuraban sus amigos del Gobierno, de repente ya no es tan buen marido.

Ella, en realidad, no le importa mucho. Su hijo, le importa un poco, pero el qué dirán importa más que cualquier cosa.

Maneja distraído su auto último modelo. Desde ahora lo dejará en casa porque debe economizar. Este era el día que había esperado, justo hoy que debía regresar con los bolsillos llenos: naces, creces, te mandan a un buen colegio, a una buena universidad, conoces a las personas adecuadas que te proponen las asociaciones adecuadas, y de pronto sale algo como esto –que no salió–, y ¡bam!, asquerosamente rico.

Sube a su apartamento, mira con desasosiego una botella vacía de brandy. Para colmo, ayer fumó el último de los cigarros de la caja, y ahora no le queda más que conformarse con estos tabacos baratos de contrabando.

La angustia regresa con fuerza. Hasta hace poco lo tenía todo resuelto, pero la verdad es que, a duras penas, llegará a mañana.

Debe el terno, los zapatos y el carro. El reloj es un regalo. Se dirige a su cuarto y, de repente, todo queda a oscuras. Ahora, también debe la luz.

Justo en el peor momento, recibe una llamada de su futura exesposa. No lo llama por ella ni tampoco quiere saber de él; la niña llora porque extraña al vendehumos de su papá.

Mañana debe ir a verla a casa de los abuelos, al otro lado de la ciudad. El problema de la gasolina se agrava de súbito.

***

Todos los adultos de la tribu salen a la batalla. Mujeres y hombres se sincronizan en el arte de la guerra para defender a los suyos. Durante los prolongados períodos de paz, se preparan para luchar cuando las condiciones así lo exigen, tal como ocurre ahora.

Los niños quedan a buen recaudo bajo el cuidado de los ancianos. Las mujeres regresan para unirse a las líneas de defensa. Confirman el avistamiento de los otros y se forman por cientos en aquel valle donde se han librado batallas anteriores. Entran nuevamente en ese cementerio para cuidar su pedazo de bosque.

Todos observan a su líder con esperanza, y este no tarda en ser recíproco ante las exigencias de su gente:

–¡Si vienen por nosotros, que sepan que vamos por ellos!

Sale con decisión y se abre paso entre la gente. Detrás de él se engrosa la multitud que lo acompaña. En esta horda salvaje, todos son hermanos y están dispuestos a morir por quien tienen a su lado.

Su grito de trueno extiende la invitación kamikaze a la voz de: ¡Hay guerra!

Todos enloquecen. Salen en tropel, no se percibe temor alguno en sus rostros. Sus pasos avanzan firmes y sin descanso.

Las tropas del adversario pueden ser mayores en número, pero no en agallas. El enemigo observa con perplejidad que el supuesto invadido ahora es el invasor.

Los otros salen apresurados del campamento para armar cuadrillas. Lo hacen con torpeza; querían tomarlos desprevenidos, y ahora se sienten indefensos.

Algunos buscan recuperar la confianza de sus huestes; les ordenan que se pongan en posición. La consigna está en apropiarse de la laguna.

Dos muchachos notan sus lanzas temblar, observan su espanto en los ojos del otro y luego dirigen la mirada al suelo. El pasto que yacía inmóvil hace breves segundos empieza a mover sus hojas; el movimiento se acelera y la tierra salpica del firmamento. Se acercan.

Nuevamente se ven uno al otro, pero su encuentro se interrumpe.

El soplido de una flecha que perfora el viento a toda velocidad parte el cráneo de uno de ellos, quien cae de inmediato, dando con la espalda en el suelo. Sus ojos siguen abiertos en dirección a su compañero, pero ya no ven nada.

La sangre brota por la frente, se expande y se oculta en su cabello. En un momento reaparece formando un charco; para cuando esto ocurre, ya nadie está a su lado.

***

Enciende el vehículo y mira las luces del tablero. La que corresponde a la gasolina todavía no se enciende. Aunque está al límite, reconoce que no le queda otra opción que depositar su confianza en el sistema de distribución de combustible. Unos rezos no estarían de más.

Mientras está en la avenida contesta el teléfono malhumorado, alza la voz exigiendo que no le alcen la voz. Confirma que está en camino. Justo en ese momento, la luz de la gasolina se enciende. Cuelga bruscamente, aprieta con fuerza el volante y retoma sus plegarias.

Al llegar, le entregan a la niña y una mochila. Se sorprende y dice que no es necesario el equipaje si se queda solo unas horas. Ella le contesta que por si acaso se lleve una parada. La niña observa la discusión en medio de sus padres, pero se hace invisible ante ellos.

Sube al vehículo de nuevo, lo enciende y la luz de la gasolina se muestra de inmediato. Cruza los dedos durante todo el trayecto.

Su hija habla con él, pero no es escuchada; simplemente recibe respuestas automatizadas “Ajá, ajá… no, ajá”.

Enciende el aire acondicionado, y su padre lo apaga de inmediato. La toma del brazo con rudeza, y ella coloca su mano libre frente a su rostro para protegerse. 

Ella llora. Él se quiere morir.

Revisaba constantemente la aplicación del banco en su teléfono. No tenía ni siquiera lo necesario para hacer un retiro en el cajero. Solo él sabía que se encontraba en esa precaria situación, así como solo él sabía por qué.

“Lo que fácil viene, fácil se va, y después nada es tan fácil”. Recordaba las palabras de su padre y no quería reconocer que tenía razón.

Sus pensamientos son interrumpidos por el sonido de la radio, de donde surge una voz dulce y lisa que canta:

“Somos una especie en viaje

no tenemos pertenencias

sino equipaje”

La niña ya ha olvidado el incidente del aire acondicionado. Observa las nubes mientras se apoya en la ventana. Al escuchar el verso de la canción, pregunta:

―¿Qué significa eso? ―Sin respuesta―. Eso que dice que somos.

Él ama a su hija, pero le resulta incontenible la desaprobación que le causan algunas de sus dudas infantiles. Voltea y contesta:

“Hippies”. ―Su tono fue casi sepulcral.

No entiende, entonces regresa a las nubes; él, al volante. Sus dedos siguen cruzados. Esta vez, no alcanza a rezar.

Un aparatoso carraspeo se sintió en la máquina, lo hizo cuatro veces seguidas. Él, por su parte, presionó el acelerador hasta ahogarlo. Finalmente, el motor se apagó.

Las súplicas se transformaron en maldiciones. Golpea el volante, el techo del auto, y con ambos codos golpea el espaldar.

La niña mantuvo su rostro vuelto hacia la ventana. Estaba tensa; sus ojos, al igual que sus puños, se cerraron con fuerza, esperando que pasara el mal rato.

Después de un momento, salió derrotado del auto y lo empujó unos metros para no quedar en media vía.

Estaba en una zona residencial y encontró un espacio cercano. La maniobra le tomó veinte minutos, a vista de todos los que pasaban por ahí.

Pidió a su hija que esperara mientras él caminaba a la casa de enfrente.

Tocó la puerta, y salió un anciano que parecía estar enfermo, según revelaban su tez y hedor.

Lamentó interrumpir, pero le pidió que le permitiera tener su auto estacionado frente a su casa durante uno o dos días. Mintió al explicar que tuvo un problema mecánico y que podría tardar un poco en resolverlo. Su tono buscaba ser apacible; sin embargo, su desesperación era evidente.

El anciano lo miró con insolencia de pies a cabeza, apartó su mirada con dirección al ostentoso vehículo donde aguardaba la niña, y regresó nuevamente a él.

Tosió sin taparse la boca y comenzó a reír de manera burlona mientras se rascaba las costillas, levantando el lado más mugre de su camiseta. Con su otra mano lo apuntó, diciendo que era un disparate tomarse uno o dos días para sacar el auto de ahí. Sus risas fueron cortadas por su tos, que ahora parecía atrancarse.

Después de unos segundos, escupió a un lado y volvió a verlo. Esta vez, ya no sonreía.

Con tono agrio, sentenció que le daba hasta mañana para retirar el auto.  Acto seguido, aporreó la puerta.

***

Aún no han transcurrido dos lunas, pero siente que ha pasado demasiado tiempo.

El niño sabe que debe ser valiente; sin embargo, su preocupación es incontenible. Se aparta un poco del grupo, burla la seguridad de los ancianos y se oculta tras las rocas. No quiere que lo vean.

Mira al horizonte, esperando que, por aquella línea, aparezcan sus padres y su tribu. Le aterra que quienes surjan de la lejanía sean aquellos otros de los que ha escuchado hablar en las historias de los exploradores.

Se sujeta la cabeza con preocupación; no quiere que la reduzcan al tamaño de un puño.

A lo lejos, observa un ligero movimiento en las copas de los árboles. Sus ojos se abren todavía más; el movimiento se acerca y concluye que algo avanza sobre las raíces. La vegetación se despeja.

Aprieta los dientes, gruñe y frunce el ceño. Se ha puesto de pie; está en posición de ataque mientras sostiene la resortera del taparrabo.

Cree que el enemigo se acerca. Antes de bajar a dar aviso, puede ver que una sola persona sale del bosque, corriendo. Varios metros detrás de ella, se dejan ver las tropas que caminan.

Suelta la resortera y exhala de alivio. También corre con los brazos abiertos al encuentro con su madre.

Se funden en un abrazo que estremece los huesos. Extiende sus palmas para tocar la cara de mamá. Ella le da tres besos en la boca; él se limpia. Papá llega, lo toma por la cintura y lo levanta por los aires. Al caer, le da otros tres besos en la boca. Otra vez se limpia.

Todo es júbilo; esta noche encenderán la hoguera. Habrá baile, tambores y cantos de libertad.

Al día siguiente, muy temprano, el jefe lleva a su hijo a la laguna.

–¿Es por esto? –Pregunta–. Pero es solo agua.

El padre ríe mientras se sienta sobre el pasto. Toma un puñado del suelo y lo lanza sobre la cabeza del niño; luego, lo cubre con su brazo.

Le explica que eso es mucho más que agua: es vida.

―Estamos aquí desde siempre; nuestros ancestros se levantaron de la tierra y poblaron este mundo. Nos dejaron la misión de protegerlo.

―¿Por qué?

―¿Por qué no? ―Contesta jugando―. Nos da todo. Sus frutos son manjares; sus plantas curan el dolor; otras, alegran el alma. Manantiales, animales; esta brisa que…

Cierra los ojos para sentir el aire; su hijo lo imita. Al notarlo, suspira de manera teatral, simula desvanecerse, quedando ambos recostados con la mirada al cielo.

Nada de eso les pertenece, pero aprecian la generosidad que reciben.

Luego, el interrogatorio se extiende:

―¿Qué es el sol?

―Un mundo muy distante al nuestro, poblado por guerreros de fuego.

―¿Y la luna?

―Otro planeta, tan lejano como el sol.

―¿Sus guerreros son de hielo?

―No. Nadie vive ahí –un breve silencio–. Sus habitantes la consumieron por completo; allá no hay más que oscuridad.

***

Ahora es él quien mira al cielo.

Caminaron durante algunos minutos hasta llegar a un parque. Genial, piensan, así ella podrá jugar y él descansar.

Apenas se acomodó en la banca, fue invadido por pensamientos rumiantes.

Si los asuntos técnicos que se han opuesto a la realización de sus negocios se resolvieran, él no estaría en esta situación: el auto varado, sin gasolina, afuera de la casa de un tarado, con su hija víctima de las circunstancias.

Perdido en un laberinto, perseguido por deudas y frustraciones, alarga su estancia en el parque, porque sabe que al llegar no queda más que una casa en tinieblas.

El tiempo transcurre lento; recurre constantemente al reloj. Falta mucho para devolver a la niña.

La observa. Al principio jugaba con creatividad, pero conforme llega el atardecer, lidia una batalla contra el aburrimiento. Los escenarios que eran mágicos pierden sus fachadas; el columpio en el que se balanceaba es un simple banco; la resbaladera ya no es un castillo, ni monstruos ni princesas. Hambre.

No queda más que continuar su trayecto. Él sigue perdido en sus lamentos. Ella, cada tanto, se queja y repite:

―Hambre ―o―. Cansancio.

Al fin llegan; omite contestar todas las preguntas respecto a la falta de funcionamiento de la televisión, la computadora, el internet, los focos y el microondas.

El menú de hoy es comida enlatada. El padre trata de convencerla de que es un manjar, y el arroz frío…

―Es como se come en Francia.

―“Oh là là” ―contesta ella, pero su cara dice “Boff”.

Él terminó su atún. Ella no ha tocado las sardinas.

Un largo rato en silencio, sentados frente a frente, pero sin mirarse, cada uno con lo suyo. Ella aún guarda la inocencia de la imaginación: los cubiertos son aviones, hadas e insectos, mientras que él solo tiene cabeza para su debacle.

Los platos quedaron en la mesa, sin advertir que el de la niña se mantuvo intacto.

El tercio final de la tarde se consumió agónico. Al principio, su hija saltaba en los sillones y en la cama, pero sus brincos dejaron de ser un juego; ahora es un berrinche que amenaza con incrementarse a niveles insospechados.

El aburrimiento se ha apoderado de ella, y la ira es la reacción que le inculcaron.

Durante el intento fallido de contención, ambos gritan. La discusión se interrumpe debido a que el teléfono vibra en su pantalón. Es la madre de la niña; él espera que esté por llegar; sin embargo, recibe noticias desoladoras.

―¿Cómo que no puedes pasar por ella? Teníamos un trato. Me fui hasta la casa de tus papás, no te imaginas todo lo que pasé, y ahora vienes y me dices…

Continuó gritando al teléfono durante un buen rato, y la niña se retiró a la intimidad del baño para llorar tranquilamente.

Después de la tempestad, silencio; al poco tiempo, oscuridad.

Recoge a la niña del baño, la carga hasta su cama y la arropa. Se retira hacia una silla, mira en su dirección, pero no alcanza a verla. En aquel momento, la noche es más negra, y en su vida, todo es bruma.

***

La gente se agolpa en el gran salón para atestiguar el juzgamiento de los prisioneros de guerra; se percibe una solemnidad absoluta. Frente a todos, se encuentra el líder y, a su diestra, el anciano consejero.

El niño no fue convocado al acto protocolario, lo cual aumenta su curiosidad. Maniobra entre los cuerpos hasta que queda cerca de la acción. Es un mirón más. Desde donde está, puede ver a los otros amarrados, arrodillados e indefensos. Ya no les teme.

Cuando su padre se levanta, la sala enmudece en perfecta sincronía.

Antes de hablar, gira su cabeza mirando a la multitud. Luego, sus ojos severos se vuelven hacia los cautivos. Mientras se acerca a ellos, inicia su alocución:

―Debemos ser honorables en la guerra y justos en los castigos a nuestros enemigos ―el discurso que sigue se asemeja más al sermón que a la diatriba; no son necesarias las humillaciones y se reconoce que la peor de las sentencias es la venganza.

Palabras y solo palabras. El niño se aburre y se contorsiona para salir. Cuando lo logra, se abre ante él, nuevamente, un mundo por explorar.

Mientras juega, se refleja su inocencia. No comprende el contraste entre el ayer y el ahora. Ayer todo estaba en riesgo y ahora está en relativa paz. Tampoco comprende las metáforas ni los tiempos. El ayer ya pasó y el mañana no le interesa. No hay nada ancestral en el futuro.

***

Los primeros rayos de luz se hacen presentes. Al menos, la noche se ha ido.

El desayuno es un asco. Se rehúsa a probar el sánduche de sardina seca que ha preparado su padre y opta por el pan solo. Pregunta por su batido de chocolate, pero él le alcanza un vaso de agua. De esta manera, empiezan el día como terminaron el anterior: a gritos.

Al salir de casa, deben rebobinar el largo trayecto de ayer. En esta ocasión, no se detienen en el parque, para ella resulta incomprensible. Sin embargo, su padre lleva prisa, aunque él mismo reconoce cierta insensatez al respecto.

La verdad es que no tiene solución para la falta de combustible. Lo único que puede hacer, según ha resuelto, es mover el auto unos metros más y buscar un nuevo residente que le permita dejarlo ahí, al menos hasta mañana.

Ayer por la noche, justo antes de que se descargase definitivamente su celular, se cercioró de coordinar con la madre de la niña para que la retirase al mediodía en el centro comercial. Así mismo, su mecánico le confirmó que podría remolcar el vehículo el lunes, pues el domingo, sin pago por adelantado, era muy difícil.

Cuando llegaron al sitio, sintió cómo el corazón se comprimía, por un momento dejó de latir y, de pronto, el tiempo se aceleró de forma agresiva. Respiraba entrecortado; sin darse cuenta, soltó la mano de su hija a media calle. Su auto no estaba.

Corrió en dirección a la casa del viejo; él debía darle respuestas. Al llegar, golpeó la puerta de manera repetida, cada vez más rápido, más fuerte y sin pausas. Como nadie atendió, empezó a gritar:

―¡Señor, soy yo! ¡Señor, abra, por favor! ¡Mi auto! ¡Se han llevado mi auto! ―repetía mientras rodeaba la casa tocando las ventanas con desesperación.

Al llegar otra vez a la puerta, notó cómo esta se abría lentamente. Salió el anciano desperezándose, vestido exactamente igual que ayer. Se rascó las costillas como un déjà vu.

―¿Qué pasó con el carro? ―pregunta el angustiado padre de familia.

El otro demora en contestar. Finge extrañeza y responde con otra pregunta:

―¿Qué carro?

En ese momento, las imágenes a su alrededor se distorsionaron. La cabeza empezó a bullir y reaccionó agarrando al anciano con violencia por los hombros de la camiseta.

Mientras lo sacudía a dos manos contra la pared, el movimiento ocasionó que el cuello de la prenda quedara justo entre el labio superior y la nariz, dejando al descubierto la mórbida masa abdominal que le colgaba sobre el cinto debido a los años y a la gravedad.

―¡Mi carro, pues! ¡Mi carro, viejo maldito! ¡Se llevaron mi carro!

La niña observa todo desde la vereda. Se siente agotada por lo vivido entre ayer y hoy. Al notarla, el padre suelta al anciano, quien se desploma en el suelo, dejando caer varias monedas y sus llaves.

―Claro que se lo llevaron ―dijo desde el piso, con una voz era áspera y burlona.

―Pero habíamos acordado que esperaría hasta hoy ―replicó con impotencia.

El viejo se incorporó con esfuerzo, tosió varias veces, aclaró la garganta y escupió a un lado, como lo había hecho ayer.

―Son las nueve. El remolque se lo llevó a las ocho.

Cuando dijo esto, tomó sus llaves del piso y azotó la puerta al entrar.

Quedó paralizado un largo rato, mirando la puerta cerrada frente a él. Luego, sin mover el cuerpo, volteó la cabeza hacia donde estaba su hija y, detrás de ella, el espacio vacío donde hasta hoy, a las ocho de la mañana, estaba su auto último modelo sin gasolina.

Con resignación, se dispuso a salir al centro comercial, donde acordó la entrega de la niña. Además, ahí podría cargar su teléfono. Antes de marcharse, recordó las monedas que se habían caído, las guardó de prisa y salió avergonzado por el aliciente que esto le representaba.

Al llegar, su hija se sentó en el área lúdica del patio de comidas, sin hacer nada. No había más niños. Solo quedaba esperar unas horas para regresar con su madre, con quien la cosa es más o menos lo mismo.

El celular finalmente encendió. Empezaron a llegar reportes de varias llamadas perdidas y muchos mensajes, cosa rara para una mañana dominical.

La gran mayoría eran de sus colegas de negocios, pero abrió primero el de su mujer. Le comunicaba que se iba a tardar. No decía por qué ni tampoco cuánto. Esto activó de nuevo su cólera; sin embargo, el siguiente mensaje le devolvería la paz por completo.

Su rostro cambió de semblante. Estaba casi pegado a la pantalla, al punto de que todo el brillo le explotaba en la cara. Sonreía frenético, empezó a reír con nerviosismo y, luego, a carcajadas.

Le confirmaron que se habían superado las cuestiones técnicas que impidieron el cierre del negocio. Mañana deberá presentarse a las diez de la mañana en la Gerencia General para que realicen la distribución de los dividendos pactados.

Finalmente, tanto esfuerzo, influencias, reuniones secretas, contactos, compromisos y favores políticos han dado sus frutos.

***

Hay preguntas infantiles que requieren reflexiones serias:

¿Por qué el cielo es azul? ¿Cuántos mundos hay? ¿Estamos solos? ¿Qué pasa si, en la inmensidad del universo, por una casualidad, chocamos con otro planeta?

Cuántas veces el infinito ha sido testigo de la colisión de masas astrales. Esta danza catastrófica, con repercusiones cósmicas, representa el caos.

Al primer contacto, surge una de las metáforas más trilladas de la literatura: el ruido ensordecedor. Un estruendo que supera cualquier sonido descriptible se extiende a lo largo de la atmósfera; la superficie de la Tierra se quiebra y se desgarra.

Las montañas se desmoronan, los océanos se levantan en murallas de agua que devoran continentes, y el cielo se ilumina con un resplandor cargado de polvo, roca y metal. Todo se funde y se dispersa. Todo es tempestad, fuego y destrucción.

Antes era un hogar; luego, fragmentos.

Las capas internas del planeta sucumben ante el cataclismo; la corteza terrestre se agrieta y se desplaza, desencadenando terremotos sucesivos. Ríos de magma brotan a través de las fisuras en la superficie. En las profundidades, violentas fluctuaciones magnéticas generan drásticos cambios en el campo gravitacional.

Si dos mundos chocan, el sol se oscurece y la noche se hace perpetua.

***

En su constante deambular, decide ir nuevamente a la montaña. Suele colocarse sobre las rocas para contemplar los misterios del horizonte. Desde que vio a su madre abrirse paso entre el bosque para acudir a su encuentro después de la batalla, estar en aquel sitio le provoca una extraña sensación que combina el placer de la calma con una inquietante expectativa, casi siniestra.

De pronto, como revivir los eventos pasados, a lo lejos observa otra vez un ligero movimiento en las copas de los árboles. Sus ojos se abren y se coloca en posición: aprieta los dientes, gruñe y frunce el ceño. Esta vez olvidó su resortera.

El enemigo se acerca, pero ahora luce muy distinto.

La brusquedad con la que todo se sacude a lo lejos es indicativa de que los nuevos invasores son mucho más fuertes. Cuando la vegetación se abre, uno de ellos sale de la maraña y se acerca amenazante hacia el valle. Detrás de él, salen otros más.

Nunca había visto algo similar. Son inmensos y tienen el color del sol. Estos nuevos otros no son como los anteriores; son bestias inmensas con una fuerza desproporcionada. Su estructura no tiene relación con la simetría humana; todo en ellos es tan monstruoso como colosal.

Se mueven a ras del piso como las orugas, circulan en todas las direcciones devorando lo que se cruce en su camino. Delante de ellos tienen una trompa o un brazo; no se puede distinguir debido a lo bizarro del diseño.

Corre con desesperación a dar las malas nuevas, pero al llegar, todos están enterados. Estas fieras aceleraron su paso y ahora infunden terror en la tribu. La gente corre por todos lados, huyendo entre alaridos.

El gran líder llega al sitio en compañía de sus fieles y no piensa dos veces antes de lanzarse al ataque en contra de estos gigantescos engendros. Pasa delante de su hijo sin verlo, y éste lo mira con acostumbrado orgullo. El solo hecho de saber que él se encuentra ahí le transmite alivio; sin embargo, esa sensación desaparece de inmediato y se transforma en horror.

Su padre se dirige con arrojo hacia una de las bestias. Durante su carrera, avienta con fuerza su lanza, y observa cómo se destruye cuando impacta en su objetivo. No detiene su marcha y acelera. Ahora es él quien se arroja de manera directa al enemigo. Pero, mientras está en el aire, el gran brazo de uno de los titanes lo alcanza con tal ferocidad en su costado izquierdo que quedó pulverizado. Se escuchó el crujir de las costillas, como el quebranto de las ramas, y salió expulsado como un insecto.

El pesado cuerpo inerte cae de frente, rebota e impacta el firmamento de lado. En el suelo, el impulso del golpe mortal lo hace rodar con desprolijidad unos metros más. Los brazos siguen un curso distinto al de las piernas y la cabeza. Finalmente, el movimiento oscilante se detiene, dejando huesos rotos y restos de piel en la tierra debido a la fricción: tierra de la que vino y a la que regresa.

Su hijo observa el nefasto espectáculo de desconcierto y desorden. Mientras todos corren a su alrededor, permanece perplejo. Delante de él uno de los colosos se acerca, cierra sus ojos mientras se llenan de agua.

Antes de que caiga el zarpazo, los brazos de su madre lo levantan. Mientras huyen, se acomoda en su hombro para observar los daños que quedan atrás. Unos guerreros vuelan por los aires, mientras que otros son aplastados por el avance de estos seres.

Los destrozos que se ven, el dolor que se escucha y la desesperanza que se siente. Todo es desgarrador.

Sin previo aviso, su madre se detiene. Llega al refugio donde están los ancianos y les encarga su cuidado. No quiere quedarse; le resulta incomprensible. Grita, patalea y es neutralizado.

Mamá lo mira con ternura, acaricia su mejilla y limpia las lágrimas que caen por su pequeño rostro.

―Alguien debe cuidar la laguna, ¿verdad?

Da media vuelta y regresa a la guerra con decisión. No sospecha que el botín es ajeno al manantial.

Entre sollozos, la observa partir mientras lo sostienen con dificultad y se libera parcialmente. Saca su mano para colocar las yemas de sus dedos en los labios. Con tacto y despacio, se da tres besos que los sujeta en la palma, y luego los libera en dirección a la silueta que se difumina en el horizonte.

***

A las diez se presentó en el despacho del jefe. Llegó justo en el momento en que este salió para recibirlos a todos.

Las mismas personas del viernes se acomodaron en la sala de juntas, pero esta vez están llenas de júbilo. Apenas unos días atrás, el mismo sitio era el lugar más lúgubre del planeta. Ahora, se escuchan bromas entre ellos, irradian camaradería, risas y miradas cómplices.

Él, por su parte, apenas pudo cerrar los ojos durante la noche debido a la expectativa. Después de devolver a su hija a su madre en el centro comercial, no ha parado de pensar en todo lo que hará con el dinero que está por recibir.

Sonríe con los ojos cerrados mientras en su memoria se diluyen los problemas. Hasta ayer no tenía nada: ni gasolina ni luz ni dignidad. Todo era cosa del pasado.

El jefe toma la palabra y agradece la presencia y puntualidad de todos. Desgasta a la gente con un discurso innecesario, pero ellos solo quieren repartirse el tesoro y no lo pueden disimular.

Finalmente, es interrumpido por su secretaria, quien le dice que ya se está transmitiendo la gran noticia en vivo y en directo para la televisión nacional.

En la pantalla gigante, todos observan los millonarios titulares: Kawsay Enterprises inició operaciones para la extracción de crudo en el Bloque 62.


Esteban Cruz Ponce

Lector diletante, autor de escritos legales y compositor de melodías inacabadas. Apasionado por el arte en toda su expresión, espectador del acontecer de la vida, discípulo incansable y defensor voraz.

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