De la rectificadora de recuerdos – Abdón Ubidia

Todo empezó con La casa del Olvido que fundé en la pequeña ciudad de Lund.

Gracias a una tecnología ya vieja y conocida, borrábamos los recuerdos incómodos de los clientes según fuesen sus pedidos.

Generalmente, eran recuerdos tristes: duelos, separaciones, pérdidas, hechos traumáticos. La casa del olvido imponía a sus clientes una condición: que fuesen recuerdos ya remotos, casi siempre de infancia, de modo que no comprometieran su vida actual, sobre todo la pública. Así, quedaban fuera de nuestra incumbencia y responsabilidad, aquello que tenía que ver con contratos, deudas, y pendientes de todo tipo.

Seleccionábamos el recuerdo y las zonas del cerebro que estaban relacionadas con él. Microscópicas descargas, muy bien orientadas, destruían ciertas redes neuronales, de modo que ignoraran ya, para siempre, tales recuerdos siniestros. Todo nos iba muy bien hasta cuando llegó un hombre deshecho en lágrimas, con todos sus papeles en regla.

Tenía el aura de animalito perseguido de los hombres grises:

─He venido para que borren toda mi memoria. Que la eliminen del todo.

─¿Nos pide que borremos de su memoria todos sus recuerdos? ¿Que la dejemos completamente vacía?

─Ya lo dije. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?

 Yo le hice ver el alcance de su decisión: perdería idioma, comportamientos, no reconocería a nadie; por último, ya no podría sobrevivir en nuestro mundo hecho de señales, procesos complejos, algoritmos que nos conocen más que nosotros mismos y hasta predicen nuestras acciones futuras. Con lo cual, podemos decir que existe una memoria social, supraindividual, que nos tiene ubicados y controlados, hasta en los espacios más íntimos de nuestras vidas.  Que desaparecer del mundo no es tan fácil. Sobre todo, en el día de hoy.

─Todo eso lo sé ─me dijo muy resueltamente.

─Ya no podrá empuñar una cuchara ni cruzar un semáforo.

—No los necesitaré.

Entonces llamó a una dama extranjera que aguardaba en la sala de espera.

Gruesa, contundente, el pelo gris unido con dos trenzas sobre la cabeza, como las campesinas eslavas del siglo pasado, los ojillos de un vago color celeste, parsimoniosa, la voz que tropezaba con palabras rebeldes, cuando las encontraba a tientas, me explicó que venía de un lugar lejano.

─No puedo decirle dónde. Es parte del contrato. Simplemente llevaremos al señor cuando ya esté listo, después de vuestro tratamiento.

─Sería mejor que me explicase algo. Usted comprenderá mi responsabilidad.

Entonces me habló del Instituto del Nuevo Conocimiento. No hacía nada parecido a lo que narran los desprestigiados cuentos de ciencia ficción, en los cuales se implantan memorias de personas muertas, o las roban de otras vivas, cosas así. El instituto solo se dedicaba a permitir que sus huéspedes adquirieran, mediante acompañantes, instructores y microchips, todos los conocimientos generales de la ciudad, sede del Instituto, cuyo nombre se mantenía en secreto, a la que llegaban para empezar, desde cero, una vida nueva: lengua, ciencias exactas y sociales, arte y el manejo de una enciclopedia universal insertada en su cerebro. Ningún rastro de su pasado, pervertiría su porvenir. Sería otro. Completamente distinto al que fue.

La dama extranjera no quiso decirme más y, luego de dos semanas, como el cliente ya nos había cancelado su pedido, yo no impedí que se lo llevara.

Ese fue el primer paso para fundar la nueva Casa que dirijo.

El segundo sobrevino cuando un escritor, Arnulfo-Arnulfo, así se llamaba, seis meses después de recibido nuestro tratamiento, nos pidió que le reimplantásemos un trauma infantil borrado, porque sin él ya no podía escribir.

Le expliqué que solo guardábamos los recuerdos durante tres meses y que después los eliminábamos para siempre tal y como rezaba el contrato que el mismo había firmado.

─Entonces, ¿por qué no tratamos de rehacerlo con ayuda de un sicólogo?

Le expliqué que la Casa del Olvido no se llevaba bien con tales profesionales.

─¿Y si rectificamos algún hecho de mi infancia, lo volvemos traumático, y lo implantamos en mi memoria como si realmente hubiese ocurrido?

─No veo cómo podríamos hacerlo ─le respondí con el gesto de quien ya va dando por terminada la entrevista.

─No es nada descabellado lo que le propongo. De hecho, es lo que hacemos los escritores en nuestros cuentos y novelas. Partimos de hechos reales y los modificamos luego a nuestro capricho. Esa es la ficción. Al menos en mi caso. Una vez escribí El libro de los amores felices. Parece un oxímoron: amores felices. Como decir fuego frío o lluvia seca. De hecho, un filósofo vienés dijo que no es posible querer y ser felices. Pero en mi libro, sí. Era un compendio de 11 cuentos. Las protagonistas eran las muchachas que amé y nunca tuve. Fue como rectificar mi pasado. Y volverlo casi tan real como si, en verdad, hubiese ocurrido. Cómo disfruté mis relatos. El libro fue un fracaso porque al público de hoy le encantan los amores tristes. Pero a mi me gustó hacerlo. Lo que le propongo es que procedamos al revés: escojamos un trauma terrible. El marqués de Sade, Sacher Masoch, Bataille, las jóvenes escritoras de hoy, nos proveerán de un gran material en el que pacientemente escogeremos un trauma adecuado.

─¡Y la prensa! ─añadí sin darme cuenta de que, de pronto, la idea empezaba a entusiasmarme.

─Por supuesto. La prensa. Pero le advierto que no me gustaría haber sido violado por un cura.

—Un premio Nobel acaba de declarar que lo fue. Y aumentaron sus ventas. Pero, el problema principal, aunque, logremos resolver la dificultad técnica de implantar ficciones, o sea, recuerdos falsos en su mente, es que no sabríamos, en el mar de su memoria, cuáles recuerdos podrían adecuarse a ella sin ser rechazados, como ocurre con todo lo extraño que queremos introducir en nuestros cuerpos: transfusiones, trasplantes y demás. Un rechazo sería muy peligroso para su mente. ¿No teme enloquecer? Digo, si todos no estamos locos.

—La verdad que no. Pero no ocurrirá. Necesitaremos de un sicólogo, un siquiatra o un sicoanalista. O algo así.

─Ya le advertí que no tratamos con esas personas. Pero usted acaba de encontrar la solución. Su sicoanalista tendrá anotado el trauma que hemos eliminado.

─No lo tengo. Nunca pude sicoanalizarme. Me declaraban sujeto no analizable. Y allí quedaba todo.

Pues, entonces, dejémoslo allí. No podemos ayudarle. Tiene ya una memoria no rectificable.

Introyectado, como absorbido en sí mismo, el hombre se fue con la mirada vacía. Creí que no lo vería nunca más.

Pero de su visita, ya me quedó la idea, todavía brumosa, de que no sería nada malo transformar la Casa del Olvido en una Casa Rectificadora de recuerdos.

Faltaba un paso, claro. Pero pudimos darlo cuando Arnulfo-Arnulfo volvió, al cabo de un año, con la mirada casi feliz.

 –¿Encontró a un buen psicoanalista? –Le pregunté.

–No lo he buscado –me respondió–. Pero encontré a un astrofísico.

–¡Un astrofísico! –pensé que el escritor había enloquecido. Cosa nada rara en esa profesión–. ¿No será también siquiatra? –ironicé.

–Sí. También.

–¡Y, además: astrólogo!

─No se burle, pero sí. Fue amigo de Jung. Es un genio. Se llama doctor Strong.

─Entonces tráigalo. Nada se pierde con intentar.

─No vendrá. No sale de su estudio. Tendrá que visitarlo solo –dijo.

Llevado por la curiosidad, fui a verlo. Era una vieja casa, casi un castillo, metida en un bosque de abedules.

Me recibió un joven hirsuto, erizado, con el aire alerta de un estudiante en vísperas del examen.

—Me llamo Eleuterio, matemático y poeta. Adelante ─dijo el joven.

Subimos por una escalera de caracol hasta el estudio del profesor.

Entré. Si no hubiese sido por un par de pantallas encendidas en la penumbra, habría pensado que estaba metido en el gabinete de un mago medieval. O de un alquimista. Era una bóveda pintada enteramente de azul.

Las paredes garabateadas, por igual, con ecuaciones, mapas siderales y signos astrológicos, pintados en amarillo; combinaban bien con los mesones de madera y sus retortas, alambiques, matraces y algunos aparatos modernos que no podía identificar.

─¿Usted es el empresario? ─Carraspeó una voz a mis espaldas.

Me volví. Un anciano inmenso me miraba con curiosidad. Los pelos alborotados, los gruesos lentes en la punta de la nariz, como corresponde al arquetipo de los sabios. Eso de empresario me sonó mal.

─No perdamos tiempo ─me dijo–. Abreviaré. El tal Arnulfo-Arnulfo que quiere recuperar su recuerdo no es la única víctima suya que he atendido. Qué negocio más inmundo tiene usted: mutilar recuerdos.

─Profesor ─le dije─. No he venido a recibir insultos.

─Solo estoy definiendo su negocio. Con la falta de memoria que cunde hoy en este mundo absurdo al que hemos arribado, usted pone sus granos de arena para contribuir al olvido general que nos agobia. Bueno. En todo caso, le explicaré por qué un astrofísico como yo, se dedica a trabajar en los meandros de la mente humana. Le cuento que me considero un heredero del Renacimiento. Hasta entonces se pensaba que lo que ocurre en el cielo, ocurre en la tierra. Un fulano llamado Foucault escribió sobre eso. Y otro fulano, un tal Borges, hasta hizo un cuento con ese tema. En fin. Si le quitamos la carga metafísica, digamos religiosa, que tenía esa concepción, diré que no es errada. Mire nuestra galaxia. Tiene 100 mil millones de estrellas. Mire nuestro cerebro: tiene 100 mil millones de neuronas. Más allá, de la coincidencia, que no es tal, existen fenómenos equivalentes. El macrocosmo se repite en nuestro microcosmo. Quiero decirle que un cerebro es un microcosmo. No voy a entrar en detalles, porque no los entendería, pero supongo que sabe qué es un agujero negro. Algo que no vemos pero que existe porque podemos detectarlo gracias a las alteraciones que presenta en su torno. Pues bien, lo que usted hace no es sino instalar agujeros negros en los cerebros de sus víctimas. Es el caso de Arnulfo-Arnulfo que nos ocupa. Pues lo que han hecho ustedes es instalar un agujero negro en el microcosmo de su cerebro. Y no es pequeño. Era su recuerdo principal. Su gran trauma. Lo que daba sentido a su vida. Le quitaron su alma. El gran centro gravitacional de su vida. Si, como proceden en otras ocasiones, suprimían cualquiera de sus recuerdos tristes, no pasaba mucho. Pero suprimir un trauma infantil es un crimen. Pues la vida de los artistas se organiza en torno a ellos. Ese fulano Sartre dijo que la existencia no tiene otro sentido que el que uno mismo la dé. Su cliente había hecho de su trauma el sentido de su vida. Y ustedes tienen que devolverle ese sentido. Devolverle su alma. Pertenezco a la SHR, Sociedad Humanista en Resistencia. Solo por eso voy a ayudarles. Se me ocurrió un procedimiento con él: así como podemos descubrir, en el macrocosmos, la posición, tamaño y demás de un agujero negro; así también, en el microcosmos de una mente, podemos proceder de la misma manera: localizarlo por las alteraciones que genera en sus contornos, aunque su cliente no lo vea.  Así descubrí que el agujero negro, quiero decir, que el trauma perdido de ese señor, tenía una constante: lo rodeaban un sinnúmero de reflejos; así como lo oye: todo un entorno vigilante pendiente de él, de esa existencia invisible pero poderosa. Traducido al sicoanálisis ─que sé que a usted no le interesa─ esos reflejos significarían miradas. Ojos que, acaso en el origen, de lo que estuvo allí y ya no está. Por suerte, ese agujero negro que instalaron en su conciencia es, de todos modos, artificial y podremos restituirlo o poner algo que lo reemplace, cosa imposible si pensamos en términos astronómicos.

Entonces me llevó a una de las pantallas. Parecía en verdad un mapa astronómico con galaxias y demás. No lo era.

─Es el mapa de la conciencia de Arnulfo-Arnulfo ─comentó el anciano–. Digo conciencia, no cerebro. Como decir: todo el despliegue de programas que permite la base material del cerebro. La nube que flota sobre él. Observe. Es minucioso ¿no? ¿Ve la sombra escurrida en el extremo inferior izquierdo?  Eso es lo que borraron ustedes de su mente. ¿Y esos minúsculos destellos en su alrededor? Son las miradas que cuando nuestro Arnulfo-Arnulfo tenía diez años, lo asediaron y le hicieron sufrir. Las que terminaron de configurar su trauma. Por desgracia, nuestro personaje ya perdió a sus padres, tíos y abuelos. Y no tiene hermanos. Así que ya no hay forma de recuperar el hecho traumático.  Con ayuda del joven que los recibió, Eleuterio, matemático y poeta, hemos escogido el trauma adecuado. Eleuterio lo encontró en una novela llamada Sanguinarios y lo tradujo a un algoritmo que calzará, no a la perfección, pero casi, en el espacio dañado de la mente de Arnulfo-Arnulfo.

─¿Entonces, si todo está ya arreglado para qué me obligaron a venir?

─Nadie lo obligó. Pero no a nosotros, sino a ustedes, les corresponde la parte mecánica de implantar ese recuerdo en su mente. Pura albañilería cerebral. ¿Es lo que hacen, ¿no? Borran recuerdos y, a veces, antes de que se cumplan los tres meses del contrato, hasta los reimplantan. Señor, estoy enterado de todos sus burdos manejos. Eleuterio, después de que usted cancele los debidos apoyos económicos para nuestra causa, quiero decir para la Sociedad de Humanistas en Resistencia, le entregará el algoritmo en cuestión. Y espero no volver a verlo nunca más, salvo que se trate de un caso similar.

El anciano, gigante y grandioso como un ángel blanco, me despidió con una última mirada de desprecio.

Y así, el caso Arnulfo-Arnulfo fue todo un éxito. Con su flamante trauma, el escritor no paró de escribir ni por las noches. Se hizo famoso y millonario. Y murió en su ley, con dos centenares de libros a su haber. Los medios empezaron a llamar síndrome Arnulfo-Arnulfo a la manía de ciertos escritores que no pueden parar de escribir, como si ya no hubiese suficientes libros en el mundo.

Y con tal éxito nació la Casa Rectificadora de Recuerdos.

Acaso, con la influencia del doctor Strong, ahora nos consideramos humanistas. Hemos superado al señor Huxley y lo que él llamaba su Mundo feliz, primitivo en verdad, a la luz de los actuales avances científicos, y nos hemos dedicado a renovar las memorias tristes. A una viuda desconsolada, le inventamos un marido controlador y obsesivo, de modo que lo que fue una muerte trágica la volvimos un suceso liberador. A un político con mala conciencia —son raros, pero los hay—, que había ocasionado una hecatombe económica en su país, con la debida manipulación de sus recuerdos, lo transformamos en un héroe para sí mismo. A un presidiario, condenado injustamente, cosa tan frecuente en la inamovible justicia, lo convencimos de que, en verdad, había cometido el crimen del que lo acusaban. A un solterón, viejo, célibe y amargado, lo persuadimos de que había sido un Donjuán en su juventud.

Pronto los gobiernos se interesaron en nosotros. Querían que, según el llamado inconsciente colectivo, borrásemos de la memoria de los pueblos, todas las rebeliones y malos ejemplos de esa laya para que la sociedad pudiese aceptar sin reclamos inútiles, los ajustes y dictados de tales gobiernos, algo que ni la gran prensa, con todo su poder, ha podido lograr.

Pero no quiero terminar este relato de los éxitos de la Casa Rectificadora de Recuerdos, sin hablarles algo de mí.

Muchas veces me he preguntado ¿Por qué nunca logré ser el artista que mis padres querían que fuera? ¿Que yo mismo quise ser? ¿Por qué no fui tampoco un iluminado, un santo, un redentor social? ¿Por qué mi vida solo ha estado consagrada a hacer dinero, pues esta labor de rectificar recuerdos no es, como ocurre con toda la industria médica, más allá de todas sus prédicas, sino un medio para acumular y agrandar nuestra fortuna? ¿Por qué tengo una vida que muchos envidian pero que yo no amo?

A veces recuerdo unos versos que pesqué por azar: Qué vergüenza, Señor, qué vergüenza/ Carezco de monstruos interiores. Los escribió un hombre bueno, un tal Benedetti. Yo me identifiqué con esos versos. Eran como si hubiesen sido escritos para mí. Pues, sí: carezco de monstruos interiores. Mi alma es un remanso de paz. Un lienzo en el que apenas si encuentro formas memorables. Diré que no he amado mucho ni me han amado mucho. Quizá por eso mi vida es tan igual, se parece tanto a la de la masa media de los humanos, que se dejan vivir sin que nada altere su cómoda mansedumbre: la manada humana que no tiene nada muy especial que recordar ni ninguna pasión que le dé sentido a su existencia, aparte del solo deseo de ganar mucho dinero, eso sí.


Abdón Ubidia

Escritor y crítico literario ecuatoriano, considerado uno de los más importantes de su generación. Ha publicado los libros de cuento: Bajo el mismo extraño cielo (1978), Divertinventos (1989), El palacio de los espejos (1996), La escala humana (2008), Tiempo (2015).

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