Historia del novísimo cuerpo – Lenin Luis Ponce Uzhca

Si no le funciona, yo se lo cambio, puede que le diga.

El hombre que tal vez hablará con él, habrá establecido una estrategia ofensiva y, sin saberlo, él se sentirá tentado a escucharlo de largo y tendido. Será un vendedor de puerta en puerta, de esos que todavía no se habrán legalizado todavía y que sin importarlo ya recorrerán de puerta en puerta a vender sus servicios a quienes, tentados por los resultados clandestinos en el extranjero, querrán probar sus novedades.

El diablo no toca a la puerta dos veces pero, cuando le domina la urgencia, la puerta misma pide disculpas y se abre. Él sabrá que uno de ellos (así, como si fueran un culto de hombrecitos con traje y maletín, como en las películas) llegará hasta a su casa porque lo solicitará con antelación por intercomunicador. Primero por la risa, luego por la curiosidad.

Él, al otro lado, puede que escuche cómo tocarán la puerta dos veces, con la esperanza de que en esta ocasión la llamada será para él. ¿Pero cómo? Si la puerta solita se abrirá y ambos se cruzarán la mirada, palabras más, palabras menos, cara a cara porque el embrujo del primero y un saludo cordial, de esos que tan solo surgen dentro de los negocios, en las palabras fáciles y en los requerimientos con intención, vaya a saber cuál, lo atraerá. Ahora, con Él en frente, se siente avergonzado. Nunca creyó en esa clase de servicios, pero…

Puede revisar nuestro catálogo sin compromiso, insistirá Él. Nuestro, así dirá.

¿Cuál es su nombre?

Me llamo…

Entonces Él sacará al instante, en una agachada digna de olimpiada, de su maletín una carpeta de plástico con un portafolio bien logrado en el que aparecen varios collages ilustrativos sobre el antes y el después de las operaciones. Más que legal, parecerá limpio.

Le explicará sin titubeos, con la experticia de quien domina su área, cuáles son los beneficios de cada implante, de cada añadidura, uno por uno. Le enseñará los modelos útiles y los estéticos, los que sirven para el día a día y los que nada más mejorar la experiencia, las relaciones interpersonales. Le hablará de porcentajes, de clientes satisfechos y de cómo, por la facilidad de mejorar la calidad de vida, hay gente que está haciendo lo imposible por detener su cruzada (así le dirá, la cruzada de la compañía).

Incluso, para calmar sus posibles inquietudes, le comentará que ya no se requieren extirpaciones con sierra o amputaciones con probabilidad de descanso prologando. Ni siquiera se necesitan jeringuillas, señalará Él, con un público fóbico en mente.

Tan fácil como dormir.

Tan solo se necesitará su cuerpo, y su consentimiento.

En caso de ocurrir todo tal como lo cuento, él regresará la vista (de reojo, no vaya a ser que lo descubra Él en medio de la duda) al espejo junto a la puerta, en el que se reconoce a sí mismo, con su barba a medias, y su cuerpo de niño bofo que trata de crecer y no lo consigue. Constatará la calvicie venidera que tanto ha palpado durante las duchas, en las que se dice a sí mismo que lo mejor será no resignarse, sino aceptar con dignidad que llegado el día, más temprano que tarde, quedará en cero, como todos los hombres y mujeres previos dentro de su linaje de alopécicos.  

Su cuerpo, que hasta ese momento le parecía una redundancia, lo tentará al desprendimiento. Ahora sí se sentirá tentado por la travesura. Eso parecerá, nada más que una travesura en la cual distraerse durante unos meses. Qué tendría de malo —se aferrará a un vago sentido de moralidad— el tomar la decisión de apelar a favor de su cuerpo.

Aceptar la propuesta de acercarse a lo más adecuado, porque, en situaciones como esta, se dan las opciones y quién es uno para negarlo. Pensará en que, de haber una solución a su problema, será esta.

Pero, sobre todo, pensará en J. Él le diría que no, que son bobadas.

Yo quisiera

Yo quisiera más bien algo estético.

Él le dirá, en pos de mantenerlo cautivo en el juego, que su cuerpo es nuevo, tan solo un primer uso, que eso puede notarlo. ¿Lo ve? Pero ya muestra las primeras fallas, los primeros defectos: que no dudara en ponerlo a revisión, pero incluso así no podría evitar la reducción de su valor. Le engañará: un cuerpo así, a la larga, genera más gastos que beneficios, quién sabe por cuánto tiempo podrá mantenerlo. No se puede sobrestimar a la medicina, como de costumbre. Sin percatarse, habrá cedido.

Lo llamará en dos días para asegurarse de que ha optado por la decisión adecuada. Esa noche, antes de irse a dormir, él se mirará al espejo en una despedida. Ese cuerpo suyo, tan dañado ya, había sido tocado antes por J. y ya no más.

Llamará a la centralita, donde la voz de un muchacho alrededor de los dieciocho años le tomará la información en un castellano roto. Escuchará al fondo, entre líneas, a otras personas gritar en algo parecido al francés o el alemán. El que le habla parecerá confundido, le pedirá en varias ocasiones que por favor le repita la respuesta y, al instante, se escuchará cómo obstruyen el micrófono con los dedos.

Esperará en silencio, como si tuviese la certeza de que no existe alguna urgencia detrás, más allá, fuera de esa comunicación de uno a uno, hasta que el muchacho le dirá, con una separación sílaba por sílaba casi perfecta, que la empresa le ha concedido un cupo próximo. No debe moverse de su domicilio, dice. Tras explicarle un protocolo que no reproduciré aquí, acordarán un pago que el muchacho definirá en base al servicio solicitado. Se darán las gracias mutuamente y el intercomunicador cortará el nexo, no sin antes recordarle a él que debe dejar un valoración como cliente en una escala del 1 al 10.

Dos días después a la llamada lo recibirá a Él de vuelta. No lo reconocerá, pese a que es el mismo hombre que tocó su puerta antes. Ahora le parecerá distinto, con un rostro achatado y una sonrisa impostada; ni siquiera cruzarán palabras Ambos sabrán el motivo de su reencuentro. Detrás de Él, dos personas cargan en peso algo que al principio le parecerá un ataúd blanco, pero que luego constatará que se trata de una cápsula de un plástico que le generará poca confianza. No querrá decirlo, pero le molesta el olor a sudor que desprende.

Ya ha dejado en claro cuáles son los implantes que le interesan por el momento, ha pagado de inmediato a través de una transferencia a una cuenta dada en la misma llamada a un nombre que le resulta poco común. Firmará un papel con su apellido primero y después su nombre. Pondrá que consiente la operación flash, así aparece en el documento, y afirmará que es consciente de las implicaciones del tratamiento a largo plazo.

No leerá las bases ni las cesiones. Solo firmará porque se lo dicta eso que está ahí latente, eso que no acaba de ser nunca. Lo que, al igual que su cuerpo pronto, será irrecuperable. El hombre le indicará cómo debe entrar a la cápsula.

La operación será breve. No generará en él dolor ni remordimiento. No necesitará señalar el dolor o la molestia, tan solo debe cooperar con quietud y obediencia durante el proceso. Él le pedirá que cierre los ojos, que se mantenga durante unas horas en reposo; lo que ha pedido tomará, digamos, media tarde. Allá dentro el tiempo pasará volando y no podrá evitar resguardarse en el sueño. Por los siglos de los siglos, amén.

 Esa tarde, dentro de la cápsula y sus luces parecidas a las de una cama de bronceado, soñará con las rayas del cuerpo de J., con sus caderas en un movimiento ondulante, como en un baile sin eje de petulancia o atrevimiento, y pensará que se trata de un presagio. Al final de su escena, J. se girará de repente —aunque no habrá música, parecerá que se ha detenido por eso— y le mostrará el vacío en el que debería erguirse su miembro: una voz, no la del impostor, lo menospreciará por no responder a la permanencia. Vete, le dirá.

Cuando despierte, si es que logra despertarse, escuchará cómo la carne, su carne, se quema; un sonido parecido al arder de una rema seca.

El hombre le dirigirá la palabra para avisarle que la cirugía ha terminado. A partir de ese día será una criatura distinta, una persona a medias. Como en el cierre de un espectáculo, recogerán sus pertenencias y se marcharán de inmediato. El contrato ha sido cerrado.

Durante las noches siguientes acariciará su nuevo cuerpo. Rascará su coronilla para constatar que el cabello se mantiene, que no cae uno por uno. Sentirá con claridad su longitud y sacudirá su cabeza para que cada cutícula impacte contra la cara. Porque no confía por completo en lo que ve, pellizcará los brazos y las piernas, que pondrán en evidencia la incongruencia de su cuerpo: por cuestión de fondos, no accederá a la sustitución del torso. De cualquier manera, no le molestará el resultado. Se sentirá distinto.

Por sugerencia de la compañía, no se expondrá al sol durante los primeros días. Él le recomendará un reposo prolongado de más o menos una semana, pero al tercer día se verá tentado a compartir con el mundo el nuevo cuerpo que, aunque a medias, habita. Ni siquiera podrá abrir las cortinas, habitará en penumbra un tanto más.

Llamará de nuevo al número del muchacho nervioso a consultar qué tanto puede exponerse a la luz del sol, a lo que este, otra vez, le pedirá que le repita la pregunta. No oirá gritos en esta ocasión. Sin embargo, notará que el muchacho le habla a la distancia, como si estuviera en una habitación próxima a la que se encuentra el intercomunicador.

En realidad, sí podrá oír cómo segundos antes una voz susurra lo que el muchacho le dirá a continuación. Una especie de eco invertido, confuso. Con respecto a la pregunta, le dirá que, por ningún motivo, salir de su residencia no es posible. Colgará la llamada sin darle oportunidad a preguntar durante cuánto tiempo. Pese a que intentará llamar de nuevo, la centralita parecerá saturada. El intercomunicador le notificará que, por lo pronto, se ha quedado sin llamadas disponibles.

Pensará, otra vez, en J. y en la reconciliación. Ya para qué.

Al principio querrá levantar el intercomunicador para llamar a J., tratar de acordar un punto de encuentro fuera de la ciudad —cuyo centro no parecerá ser una opción viable y que mantendrá sus carreteras cerradas hasta nuevo aviso— y proponerle un escape al norte durante unos días a retomar el diálogo.

Querrá plantearle otras opciones. Por lo pronto, desistirá por temor.

Durante las noches siguientes volverá a soñar con el baile. Pero en esas ocasiones él será quien baile frente a un auditorio vacío. Las luces, en esta ocasión azules, iluminarán directamente su rostro. Realizará su espectáculo con una sonrisa, entre los aplausos de los que faltan, de quienes deberían estar sentados frente a él. Esta vez sí habrá música, aunque no sabrá reconocer cuál. Bailará durante horas, quién sabe si días y semanas enteras, hasta percatarse de que no lo sostienen sus piernas: danza en el aire, levita. No le importará, su público estará satisfecho. Nada lo atormentará, porque no habrá quedado nada sino el goce.

Despertará apenas se detenga el último aplauso de la ovación. En una oscuridad absoluta podrá reconocer de cualquier manera la humedad de su cama. Se asustará al darse cuenta de que él no será el que sude; los brazos y las piernas, sí. Un líquido viscoso impregnado en la cama, en parte de su cuerpo, en lo demás.

Acercará a su nariz la mucosa que los envuelve y no reconocerá qué es. Si es que se atreve, lo lamerá un poco sin éxito. Le sabrá insípido o de entrada parecido a nada que le sea conocido. Tendrá la misma sensación durante las noches siguientes, en las que al finalizar el sueño del baile y del público volverá a levantarse por el llamado del palpitar de las extremidades que intentan desprenderse por sí mismas del cuerpo. Hasta que una entre tantas noches se apagará la luz azul y cesarán los aplausos.

No volverá a soñar durante las noches siguientes. Si acaso, volverán a repetirse recuerdos, sobre todo con J., a la distancia. No sabrá detenerlos. Puede que se sienta a gusto alojado ahí, en esas imágenes que poco a poco pierden la gracia, como si se tratara de un olor que se desgasta a medida que entra en contacto. Un mundo antiguo al que no pertenece.

A su manera, reconocerá el fracaso intentando dormir menos, en parte por la pérdida de la noción del paso del tiempo y en parte porque la piel de las piernas paulatinamente cederá hasta mostrar una carne lisa. Digamos, como quien afirma una posibilidad cualquiera, que la acariciará hasta percatarse de que esta, que late por sí misma, se encuentra recubierta por un plástico transparente que se prolonga, así lo constatará, hasta el final de su adhesión al cuerpo verdadero, el original. Intentará mirar su pecho, a ver si este le ofrece una respuesta.

Instado por el desprendimiento, creerá que lo mejor será apurarse. No podrá evitar la tentación de correr las cortinas y mirar afuera. Y aunque nunca haya sido una persona de exteriores, se sentirá tentado a dar uso a las nuevas piernas por primera vez fuera de la estrechez de su departamento.

Con los brazos, quién sabe.

Si puede, que seguro podrá, arrancará la piel de los brazos por tiras, de la misma forma en la que uno trituraba un periódico o separaba dos rodajas de queso antes. No le importará si por debajo asomará el recubrimiento metálico e impersonal, o si se notará a primera vista la silicona (un viejo truco traído del pasado) del antebrazo. Su sangre envenenada seguirá siendo la misma que al principio, antes de los implantes, y eso, no sabrá por qué, será lo único que le importe.

Con el paso de los días, puede ser que el interés por exponerse se acentúe. Ya no bastará con mirarse al espejo y descubrir de nuevo la curvatura de sus bíceps o el corte tajante de su mandíbula. Querrá compartir su cuerpo con los demás, generar expectativas en ellos. Así que, sin prestar atención a las advertencias, abrirá las cortinas una por una.

Puede que el sonido que produce la tela al recorrer la vara metálica no le moleste, o tal vez ni siquiera lo escuche por la ansias de ver qué es lo que ha ocurrido fuera en su ausencia. Para su sorpresa, no verá a nadie que le devuelva la mirada.

Puede que, en caso de haberle abierto al primer hombre la puerta, en caso de haber accedido a la prótesis, y en caso de haber obedecido las indicaciones, al abrir las cortinas descubra la ciudad vacía, ausente. No verá nada más que una luz cegadora golpeándole los ojos, esta vez sí, suyos. Una luz devoradora, noble.

O, en caso de que las condiciones sean contrarias, simplemente no abrirá la puerta. Morirá cautivo con el mundo antiguo.


Lenin Luis Ponce Uzhca

Licenciado en Literatura por la Universidad de las Artes. Maestrante de Literatura latinoamericana en la Universidad Andina Simón Bolívar. Mención honorífica en el concurso de poesía Lanfor Abierta de la Biblioteca de las Artes 2024.

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